miércoles, 7 de marzo de 2012

¿Y el lector?


Eduardo Campech Miranda[1]

Uno de los supuestos más falsos que existen en la promoción de la lectura está constituido por la idea de que la escuela, con sus virtudes y sus defectos, será la principal formadora de lectores. La obsesión de obligar a leer, lejos de propiciar encuentros agradables con la palabra escrita, deriva en todo lo contrario. Si los alumnos vieran a sus maestros conversar, disfrutar, actuar en concordancia con la lectura (que pregonan como un bien imponderable), seguramente el contacto con la palabra escrita.

Hace unos cuatro años me llamó el director de un plantel de educación media superior pública. Su inquietud era que los alumnos no leían. Argumentaba su convencimiento de que los chicos deberían leer como sea, a cualquier precio, con cualquier método. Aparecía el primer desencuentro. Al igual que Pennac, no comparto la obligatoriedad de la lectura. El director, ufano, me mostró un disco compacto con más de cinco mil libros digitalizados. Cuando le pregunté que quién había participado en dicha selección, me respondió que los maestros del plantel. Sinceramente, y dada la problemática planteada, dudo mucho que toda la planta docente hubiera leído, al menos, una quinta parte del acervo electrónico.

También indagué en la participación del alumnado dentro de la selección. La respuesta fue una rotunda negativa, aludiendo a la edad y el poco criterio otorgado por su edad y sus intereses. La entrevista se convirtió en un debate de concepciones hacia la lectura. Los desencuentros se acrecentaron y el proyecto se finiquitó en una serie de sugerencias que la escuela llevaría a cabo. Aclaro que desde el principio percibí el fracaso: asumían las sugerencias como recetas de cocina, olvidando con ello que los alumnos también deciden y no son ni zanahorias, ni aceite o harina.

Un par de años más tarde, una secundaria integrada a una institución educativa privada de alto reconocimiento académico, realizó una visita guiada a la Biblioteca Pública Central Estatal “Mauricio Magdaleno”. El maestro que encabezaba al grupo de adolescentes, nos cuestionó, a mi compañera Ángeles Valle y a mí, en torno a algunas estrategias para hacer leer a los chicos. Charlamos un momento, y el maestro se retiró complacido, así lo manifestó.

Dos semanas después, nos hablaron de otra escuela privada, teniendo como diagnóstico el mismo mal que la primera y la segunda escuelas. Pero este plantel quería que fuéramos cada tres días a realizar una actividad en sus instalaciones, en lugar de ellos llevar a sus alumnos a la biblioteca. Orgullosa, la directora y dueña de la institución, nos presumía su plan de lectura: todos los alumnos tenían la obligación de leer. No había puntos extras en las calificaciones por hacerlo, pero sí puntos menos, en caso de no llevarlo a cabo.

Cuando quisimos saber el criterio de selección, de lecturas y textos, implementado en tan peculiar estrategia, entendimos muchas cosas y nos marchamos. La directora y dueña no había leído uno solo de los textos que obligaba a leer a sus alumnos. Ella tenía la referencia de los textos y los libros, porque es lo que les dejaban de leer a sus hijos, que estudiaban en la escuela privada, cuyo maestro solicitó asesoría sobre estrategias para la formación de lectores.

Sirvan estos ejemplos cómo aún hoy, a pesar de las reformas, a pesar de los nuevos enfoques, el libro sigue siendo el centro de la lectura, ¿y el lector? (o lector en potencia), pues sólo el instrumento que le da sentido a aquél.


[1] ecampech@yahoo.com.mx

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 20 de febrero de 2012.

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