Eduardo
Campech Miranda[1]
Uno de los
supuestos más falsos que existen en la promoción de la lectura está constituido
por la idea de que la escuela, con sus virtudes y sus defectos, será la
principal formadora de lectores. La obsesión de obligar a leer, lejos de
propiciar encuentros agradables con la palabra escrita, deriva en todo lo
contrario. Si los alumnos vieran a sus maestros conversar, disfrutar, actuar en
concordancia con la lectura (que pregonan como un bien imponderable), seguramente
el contacto con la palabra escrita.
Hace unos cuatro
años me llamó el director de un plantel de educación media superior pública. Su
inquietud era que los alumnos no leían. Argumentaba su convencimiento de que
los chicos deberían leer como sea, a cualquier precio, con cualquier método.
Aparecía el primer desencuentro. Al igual que Pennac, no comparto la
obligatoriedad de la lectura. El director, ufano, me mostró un disco compacto
con más de cinco mil libros digitalizados. Cuando le pregunté que quién había
participado en dicha selección, me respondió que los maestros del plantel.
Sinceramente, y dada la problemática planteada, dudo mucho que toda la planta
docente hubiera leído, al menos, una quinta parte del acervo electrónico.
También indagué en
la participación del alumnado dentro de la selección. La respuesta fue una
rotunda negativa, aludiendo a la edad y el poco criterio otorgado por su edad y
sus intereses. La entrevista se convirtió en un debate de concepciones hacia la
lectura. Los desencuentros se acrecentaron y el proyecto se finiquitó en una
serie de sugerencias que la escuela llevaría a cabo. Aclaro que desde el
principio percibí el fracaso: asumían las sugerencias como recetas de cocina,
olvidando con ello que los alumnos también deciden y no son ni zanahorias, ni
aceite o harina.
Un par de años más
tarde, una secundaria integrada a una institución educativa privada de alto
reconocimiento académico, realizó una visita guiada a la Biblioteca Pública
Central Estatal “Mauricio Magdaleno”. El maestro que encabezaba al grupo de
adolescentes, nos cuestionó, a mi compañera Ángeles Valle y a mí, en torno a
algunas estrategias para hacer leer a los chicos. Charlamos un momento, y el
maestro se retiró complacido, así lo manifestó.
Dos semanas después,
nos hablaron de otra escuela privada, teniendo como diagnóstico el mismo mal
que la primera y la segunda escuelas. Pero este plantel quería que fuéramos
cada tres días a realizar una actividad en sus instalaciones, en lugar de ellos
llevar a sus alumnos a la biblioteca. Orgullosa, la directora y dueña de la
institución, nos presumía su plan de lectura: todos los alumnos tenían la obligación de leer. No había puntos
extras en las calificaciones por hacerlo, pero sí puntos menos, en caso de no
llevarlo a cabo.
Cuando quisimos
saber el criterio de selección, de lecturas y textos, implementado en tan
peculiar estrategia, entendimos muchas cosas y nos marchamos. La directora y
dueña no había leído uno solo de los textos que obligaba a leer a sus alumnos.
Ella tenía la referencia de los textos y los libros, porque es lo que les
dejaban de leer a sus hijos, que estudiaban en la escuela privada, cuyo maestro
solicitó asesoría sobre estrategias para la formación de lectores.
Sirvan estos
ejemplos cómo aún hoy, a pesar de las reformas, a pesar de los nuevos enfoques,
el libro sigue siendo el centro de la lectura, ¿y el lector? (o lector en
potencia), pues sólo el instrumento que le da sentido a aquél.
[1] ecampech@yahoo.com.mx
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 20 de febrero de 2012.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 20 de febrero de 2012.
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