ADRIÁN MEDINA LIBERTY
Gabriel García Márquez: Memorias de mis putas tristes, Editorial, México, 2004.
Los seres humanos no nacen para siempre
el día en que sus madres los alumbran, sino
que la vida los obliga otra vez y muchas
veces a parirse a sí mismos.
Gabriel García Márquez El amor en los tiempos del cólera
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"El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen." Así comienza esta excepcional historia que, narrada en primera persona, nos permite ingresar a la insólita subjetividad de un solitario y amatorio anciano. Desde el inicio, el lector va a sentir cierta familiaridad con la prosa y con los personajes, como si se tratara de un nuevo episodio de El amor en los tiempos del cólera o de un nuevo cuento peregrino. En efecto, leer al Gabo, como le llaman sus amigos o quienes lo estiman, es como transitar por un camino conocido que, sin embargo, continua ofreciéndonos inestimables sorpresas. Quien busca a García Márquez podría hacerlo con la nostalgia de revisitar un espacio que, por familiar, podría recuperarle el placer de ciertos momentos y colmar su anhelo por reencontrarse con viejos conocidos. En un texto gabociano, por ejemplo, siempre nos toparemos con los nombres propios que ostentan sugestivas e inusuales sonoridades, con personajes entrañables que suelen enfrascarse en conversaciones de naturaleza filosófica o que emiten juicios contundentes con carácter místico, con situaciones insólitas descritas como si fuesen cosa cotidiana y, sobre todo, con esa peculiar atmósfera mágica que se vive a lo largo de casi todos sus textos. No hay, sin embargo, nada de hastío, repetición o infecundidad; como en este nuevo libro, Memorias de mis putas tristes, su autor siempre logra asombrarnos y ofrecernos paisajes nuevos.
El personaje central, un periodista que está por cumplir noventa años, considera que degustar la virginidad de una joven lo haría sentirse vivo nuevamente. Durante su extensa existencia, experimentó en numerosas ocasiones –"eran quinientas catorce mujeres con las cuales había estado por lo menos una vez"– el sabor del amor sin amor, el amor comprado. "El sexo", reflexiona,"es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor." No sólo su vida emocional ha sido exigua en compensaciones afectivas sino que intelectualmente tampoco ha experimentado satisfacción alguna ya que como escritor "no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la composición dramática"; es, pues, la medianía su signo. Se da, no obstante, a la tarea de escribir sus historia personal porque, precisamente a sus noventa años, la vida le ha ofrecido la oportunidad de recrearse, de volver a parirse. No habría tomado la pluma, entonces, "de no haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria de mi grande amor". Así es, el amor como elemento de restauración. El drama de la vejez, comentó Oscar Wilde, no consiste en ser viejo sino en haber sido joven. Sin duda, pero ¿acaso no se podría rescatar la emoción juvenil una vez más? ¿Podría ocurrir algo que nos devolviera el asombro y la intensidad por vivir? Ese algo, justamente, es lo que instiga el recuento que emprende el anciano periodista. Pensada así, la ancianidad no tiene que ser, simplemente, un momento reservado para rememorar ni la añoranza debería ser la única intensidad que lo acompañe. La vejez, como la niñez, la adolescencia o la madurez, son formas de vivir. La edad cronológica no tiene por qué asociarse fatalmente a ningún rasgo o emoción sin concebirse otras posibilidades. He aquí el pensamiento capital de esta breve pero bella novela que nos muestra cómo la vida nos puede sorprender en cualquier momento y convertir a la vejez no en ocaso sino en una nueva realización.
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