Durante muchos años
se ha enarbolado la consigna de que leer
es un placer. Supongo que esa frase salió de alguna mente diestra en
mercadotecnia. También supongo que surgió del esfuerzo por despojar de las connotaciones
desagradables que se generaron en espacios escolares, y aún en los hogares,
donde la lectura y el libro eran concebidos, y aplicados, como herramientas
medievales de tortura.
Esa estrategia, la
derivada de la frase inicial, propició que, en efecto, se incrementara un poco
el número de personas que leen. Pero también trajo como consecuencia la
repetición constante de la frase hasta la saciedad. Y las malas
interpretaciones, desvirtuando con ello el propio acto lector.
En nuestra
sociedad, consumista y occidentalizada en su peor versión, la noción de placer se asocia a situaciones de cierta
facilidad: el placer de dormir, de descansar, de soñar, de comer. Desde luego
que hay placeres que requieren de más esfuerzo: de viajar, de disfrutar placeres
costosos, etc., ¿dónde se inscribe el placer
de la lectura?, ¿en imaginar, en estar cómodo, en alejarse del mundo, en
disfrutar la trama de una historia, el lenguaje de un poema, en ser
identificado como lector?
Sin duda en cada
una de las acciones enumeradas encontraremos placer según nuestros propósitos
de lectura. No obstante, hay uno que es intrínseco a todos ellos: el placer de
comprender lo que me dicen. Realizando una analogía pueril, pensemos en un
chiste. Esos que contamos, compartimos y gozamos por primera vez están libres
de doble sentido. Conforme crecemos le agregamos albur, malicia, humor negro.
Si alguien llega a una edad en que se supone ya es “apto” para escuchar y no
entiende la broma, el juego de palabras, el doble sentido, el chiste es
despojado de su esencia y sentido.
Con lo anterior no
intento decir que una lectura no debe ser explicada. Por el contrario, que el
lector debe llegar a buscar apoyos, de cualquier índole, para profundizar en la
comprensión y salvar la frontera de lo mero literal. Un ejercicio nada sencillo
y muchas veces doloroso, por la manera como fue conducido, alejado del placer
fácil, inmediato.
¿Tiene derecho el
lector a experimentar ese placer? Sí. ¿Tiene derecho el lector-mediador a
conformarse con ese nivel de comprensión y gozo? No. ¿Por qué? Sencillamente
porque de el depende la forma como se formen nuevos lectores. Como este caso
hay varios, muchos. Por eso es común encontrarse a promotores, mediadores,
fundamentalistas de la lectura, etc., que en virtud de sus lecturas y la manera
de expresarse demuestran que la lectura per
se no produce al hombre culto que las campañas de formación de lectores nos
quieren vender.
Quizá porque se
conciba a la lectura como un acto solitario, quizá por la ermitaña actitud que
asumimos algunos lectores, quizá, llanamente, por instalarse en un zona de
confort (apoyándose en los derechos del lector, particularmente en el “Derecho
a leer lo que sea”), los lectores aludidos no se acercan a otros lectores, a
otros soportes que les clarifiquen ideas, conceptos, escenarios que aparecen en
los libros. Quizá, bajo la protección del derecho citado, dejan de ejercer uno
más amplio: el derecho a conocer.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 3 de marzo de 2014.
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