miércoles, 9 de abril de 2014

Leer es un placer

Eduardo Campech Miranda

Durante muchos años se ha enarbolado la consigna de que leer es un placer. Supongo que esa frase salió de alguna mente diestra en mercadotecnia. También supongo que surgió del esfuerzo por despojar de las connotaciones desagradables que se generaron en espacios escolares, y aún en los hogares, donde la lectura y el libro eran concebidos, y aplicados, como herramientas medievales de tortura.

Esa estrategia, la derivada de la frase inicial, propició que, en efecto, se incrementara un poco el número de personas que leen. Pero también trajo como consecuencia la repetición constante de la frase hasta la saciedad. Y las malas interpretaciones, desvirtuando con ello el propio acto lector.

En nuestra sociedad, consumista y occidentalizada en su peor versión, la noción de placer se asocia a situaciones de cierta facilidad: el placer de dormir, de descansar, de soñar, de comer. Desde luego que hay placeres que requieren de más esfuerzo: de viajar, de disfrutar placeres costosos, etc., ¿dónde se inscribe el placer de la lectura?, ¿en imaginar, en estar cómodo, en alejarse del mundo, en disfrutar la trama de una historia, el lenguaje de un poema, en ser identificado como lector?

Sin duda en cada una de las acciones enumeradas encontraremos placer según nuestros propósitos de lectura. No obstante, hay uno que es intrínseco a todos ellos: el placer de comprender lo que me dicen. Realizando una analogía pueril, pensemos en un chiste. Esos que contamos, compartimos y gozamos por primera vez están libres de doble sentido. Conforme crecemos le agregamos albur, malicia, humor negro. Si alguien llega a una edad en que se supone ya es “apto” para escuchar y no entiende la broma, el juego de palabras, el doble sentido, el chiste es despojado de su esencia y sentido.

Con lo anterior no intento decir que una lectura no debe ser explicada. Por el contrario, que el lector debe llegar a buscar apoyos, de cualquier índole, para profundizar en la comprensión y salvar la frontera de lo mero literal. Un ejercicio nada sencillo y muchas veces doloroso, por la manera como fue conducido, alejado del placer fácil, inmediato.

¿Tiene derecho el lector a experimentar ese placer? Sí. ¿Tiene derecho el lector-mediador a conformarse con ese nivel de comprensión y gozo? No. ¿Por qué? Sencillamente porque de el depende la forma como se formen nuevos lectores. Como este caso hay varios, muchos. Por eso es común encontrarse a promotores, mediadores, fundamentalistas de la lectura, etc., que en virtud de sus lecturas y la manera de expresarse demuestran que la lectura per se no produce al hombre culto que las campañas de formación de lectores nos quieren vender.


Quizá porque se conciba a la lectura como un acto solitario, quizá por la ermitaña actitud que asumimos algunos lectores, quizá, llanamente, por instalarse en un zona de confort (apoyándose en los derechos del lector, particularmente en el “Derecho a leer lo que sea”), los lectores aludidos no se acercan a otros lectores, a otros soportes que les clarifiquen ideas, conceptos, escenarios que aparecen en los libros. Quizá, bajo la protección del derecho citado, dejan de ejercer uno más amplio: el derecho a conocer.

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 3 de marzo de 2014.

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