Eduardo Campech Miranda
La lectura, en el ámbito escolar, tiene frente a las
matemáticas varias desventajas. La primera es de connotación histórica: aún en
las civilizaciones más remotas encontramos sistemas numéricos y elaboración de
conceptos tan abstractos como el cero maya. Si bien es cierto que también
algunos pueblos tenían rudimentarios sistemas de escritura, no es sino hasta el
siglo xx, en la década del
cuarenta para mayor precisión, cuando aparecen las primeras teorías de la
lectura.
Otra desventaja viene dada por la
enseñanza y evaluación. El pensamiento lógico-matemático se apoya en imágenes y
en objetos tangibles para su inicial desarrollo. Así, es común encontrar
semillas, frutas, dibujos (y aún los dedos de las manos) para calcular las
operaciones aritméticas básicas (sumar y restar). La lógica lineal que impera
en el razonamiento matemático (dos más dos, siempre han sido, son y serán,
cuatro; hoy, hace un siglo, dentro de doscientos años) hace posible y evaluable
una operación aritmética o algebraica.
Si confrontamos a la lectura con el
escenario anterior encontramos, en un principio, que los soportes iconográficos
son de gran utilidad en el dominio del código alfabético (relación
imagen-palabra). No obstante, una vez que el incipiente lector logra,
medianamente, decodificar se le deja solo y las imágenes mentales, en un
principio homogéneas –en función de la imagen utilizada en la asociación con la
palabra- se va diversificando, dando como resultado la creación de imágenes
mentales, asociaciones, evocaciones, sentimientos, como lectores existan.
Por lo anterior, el saber cómo
funciona la lectura ofrecerá los fundamentos cognitivos para el diseño,
implementación y evaluación de actividades encaminadas, no sólo a la formación
de lectores, sino a profundizar y mejorar la comprensión lectora. Pero también
posibilita algo más profundo: la metacognición del proceso lector.
En torno a la lectura se han
desarrollado una serie de mitos: “leer nos hace mejores”, Hitler fue un
excelente lector; “las generaciones actuales leen menos que las anteriores”,
falso, las generaciones de hoy leen lo mismo que nosotros, pero en distintos
soportes y con distintos niveles de profundidad. Por otro lado, en la historia
de la humanidad, los lectores nunca hemos sido mayoría. Isaac Asimov consigna
que durante la peste negra que azotó a Europa en el medievo, un lugar que
aseguraba la supervivencia eran los monasterios. Fue tan común hacerse pasar
por monje que se determinó utilizar el siguiente mecanismo para desenmascarar a
los impostores: se tomaba un libro y se le pedía que leyera.
Desde luego que esa lectura se
realizaba en voz alta, que era la práctica social de la época. Cuenta San
Agustín, en sus Confesiones, que se
santiguó cuando, al ingresar a la biblioteca, observó y testificó que San
Ambrosio leía en silencio. Su reacción obedeció a que “nunca había visto a
alguien en posición tan demoniaca”.
Ahora bien, otro mito más es el
compararnos con otras naciones en cuanto a indicadores de lectura se refiere.
Nuestro país tiene una gran tradición literaria y oral, o así lectora. Victor
Hugo narra en Los Miserables la
siguiente escena: “Jean Valjean se había propuesto enseñarle a leer [a la
pequeña Cosette]. A veces, sin dejar de hacer deletrear a la niña, pensaba que
era con la idea de hacer el mal que había aprendido a leer en presidio. Esta
idea, actualmente, se ha convertido en la de enseñar a leer a la niña”.
En esta novela, publicada en 1862 y
con una trama que se desarrolla en la primera en la primera mitad del siglo xix, Valjean aprendió a leer en prisión.
¿Alguien se imagina que eso mismo sucediera en nuestro país en aquella época?
No. Nuestro territorio enfrentaba los proyectos de nación. Había situaciones
que exigían mayor prioridad. Aunque en la segunda mitad decimonónica hubo
diversos connacionales letrados y preocupados por la instrucción. He aquí otro
de los hechos para argumentar que las comparaciones son injustas: la tradición
lectora.
Leer, para muchos teóricos, es una
transacción entre el lector y el libro, un proceso de constante construcción,
por ello, de acuerdo a Ken Goodman:
(…) la lectura es un proceso
constructivo, lo que lleva a dos condiciones:
*
Dos lectores jamás producirán el mismo
significado para el mismo texto.
*
Ningún significado del lector concordará
perfectamente con el significado del escritor.
A partir de lo anterior es donde toma
relevancia la forma de preguntar. Siguiendo la inercia en la que fuimos
formados la mayoría de los adultos (llámense docentes o padres de familia)
apelamos a un tipo de preguntas. A aquellas que nos atormentan porque debemos
recordar fechas, datos, lugares, personajes, y en las peores, objetos
secundarios e intrascendentes para el texto o el argumento.
Esto impacta directamente en los
niveles de comprensión lectora. Bajo las acciones descritas sólo se alcanzan
los dos primeros (literal y literal profundo). Es así como se puede presentar
un escenario paradójico: tener una población lectora pero con poca capacidad de
análisis. La mayoría de los exámenes o instrumentos de evaluación
estandarizados, los cuales están construidos por otro tipo de razonamientos y
no sólo por localización de la información.
Una de las actividades que más abonan
a una mejor comprensión lectora es el andamiaje.
Llamado por algunos estudiosos “lectura compartida”, privilegia la creación de
imágenes mentales. El mediador o moderador sólo debe ir encausando las
respuestas de los participantes:
El concepto “andamiaje” (seaffolding)
fue inventado por Brunner (1983, 1986) para explicar el proceso de Vigotsky
(1978) sugirió había que emplear para ayudar a los alumnos alcanzar su nivel de
desarrollo potencial.
(…) el profesor ayuda a los niños realizando lo que ellos no pueden
hacer al principio, permiténdoles poco a poco hacerse cargo de partes del
proceso de construcción textual a medida que van teniendo capacidad de hacerlo.
El profesor controla el centro de atención, demuestra la tarea, la divide en
parte, etc.”
Entre las estrategias para formar
lectores y escritores sobresale la lectura en voz alta. Diversos estudios han
demostrado las virtudes de este tipo de lectura: apuntala la seguridad del
lector, enriquece su vocabulario, desarrolla la capacidad de atención y
memorización, propicia trabajos mentales de síntesis y análisis, en fin, forma
lectores. ¿Para qué formar lectores? Para formar ciudadanas y ciudadanos
autónomos, con herramientas sólidas que enfrenten los retos cotidianos de la
vida moderna, con capacidad de conformar una cosmovisión más elaborada.
Bastantes teóricos coinciden: el mejor método para formar lectores es leer en
voz alta.
Pero la lectura en voz
alta no sólo tiene relación directa con el aprendizaje o los contenidos del
área lingüística o literaria. Leer en voz alta es una manifestación de la
oralidad. No de una oralidad mecanicista o programada, por decirlo de algún
modo. Sino de una oralidad creadora, argumentativa, auténtica. Una oralidad
plural e incluyente, tolerante y respetuosa. A diario hacemos uso de ella, pero
no siempre asumimos la postura del receptor, no siempre sabemos escuchar. Una
oralidad que se asuma como eficiente debe saber escuchar y hablar.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 20 de enero de 2014.
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