Eduardo
Campech Miranda
La lectura es un
diálogo entre un interlocutor presente en el acto mismo y uno que trascendió
tiempo y espacio. Entre otros motivos, el hecho de no entender un texto implica
un que no contamos con los mismos conocimientos que el autor, que desconocemos
los términos, que no llegamos al texto con los referentes necesarios, por ello
salimos ilesos de algunas lecturas. Esto lo sabe el lector, ese que lee
regularmente, el que no se queda con la duda, el que concibe al texto como un
reto, y al resolverlo encuentra el placer, el que piensa en su propio proceso.
Por lo anterior, la
educación hacia la lectura trasciende la alfabetización. Leer es más que
oralizar el código escrito. ¿No me cree? Tome un texto en danés, en noruego o
en un idioma que sea muy lejano de nuestra cultura. Léalo bajo la premisa de
que las palabras extranjeras que no conocemos su pronunciación, ésta se realice
“como está escrita”. ¿Entendió algo?
Leer sin los
elementos o bajo las circunstancias planteadas en el primer párrafo es una
analogía del ejercicio anterior. Aún se trate de un texto en nuestro idioma
materno. Es así como las dos situaciones que plantearé a continuación (ambas
reales) son un atentado contra la lectura, la formación de lectores y el placer
de leer. Son actos terroristas.
Hay una escuela
primaria en Guadalupe, Zacatecas, donde una maestra de cuarto grado solicita
lecturas bimestrales. La primera lectura es una hermosa novela de Luis
Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de
amor (véase “La Gualdra” del 26 de septiembre de 2011). El título se
encuentra dentro de los acervos del Programa Nacional de Lectura, pero está
destinado para estudiantes de secundaria. Si bien la historia de Sepúlveda es
una bella manera de mostrarnos cómo funciona la lectura, también es cierto que
un niño promedio de nueve años, ignora muchos términos de la redacción, y
muchas de las situaciones ahí narradas, incluyendo algunas de un leve toque
erótico. La segunda lectura es otra obra juvenil: La ciudad de las bestias de Isabel Allende.
El otro caso ha
sido la lectura de la primera parte de la versión original de El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha a chicos de secundaria. Una de las dificultades para leer a los
clásicos de la lengua viene dada por la oralidad. Cuando esos jóvenes se
despiden para acudir a alguna fiesta, a jugar, a salir con los amigos, con la
novia, el novio, a ninguno de ellos les preguntan: “¿a dónde os dirigís?”. Como
tampoco encontrarán en el texto a don Quijote proponiendo a Sancho ser
gobernador de una isla en los siguientes términos: “Te conviene gûey”.
En ambos casos la
indicación fue imperativa: “léanlo” pero sin un contexto o informaciones
previas que propicien un acercamiento más significativo al texto. De esta
manera, obras tan bellas como la de Sepúlveda, agregan animadversiones
gratuitas, por el hecho de no dar al incipiente lector las herramientas para
sumergirse en el texto.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 10 de febrero de 2014.
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