martes, 14 de mayo de 2013

Del acto de escribir I

Eduardo Campech Miranda

Aquella mañana cuando regresé de Tlaltenango y acudí a mi oficina la sorpresa fue grande. Un joven bastante alto y corpulento estaba sentado en mi silla, frente a mi escritorio. No esperaba que él, ni nadie estuvieran ahí, puesto que mi oficina permanece, regularmente, cerrada con llave.

Cuando le pregunté quién era, qué hacía en mi oficina, respondió con mucha seguridad: “Vengo a que discutamos cómo podemos formar lectores.” Volví a preguntar: “¿Para qué quieres formar lectores?”, volvió a responder: “Para hacer mejores personas”. Interrumpí: “Hitler fue un excelente lector.” Rectificó: “Para tener mejores políticos” (aún no aparecía la triste anécdota de los tres libros que marcaron la vida de alguien cuyo nombre no quiero acordarme). “Salinas de Gortari es muy buen lector”. Nerudianamente se quedó callado y ausente.

Era un chico que iba comisionado a la biblioteca. Y como había manifestado constantemente que escribía poesía, lo mandaron conmigo. Le invité a que leyera dos libros: Como una novela de Daniel Pennac y Cómo acercarse a la biblioteca de Ana María Magaloni. Toda la jornada laboral estuvo leyendo. Al día siguiente, volvió a abordarme para responder la pregunta inicial. Quería formar lectores para que la gente aprendiera. “¿Leíste todo el libro de Pennac?”, le dije. “Sí”, respondió. Pues tu lectura fue bastante deficiente, le contesté. Después continuó leyendo los manuales de operación de la biblioteca.

Siempre me hablaba de su poesía. De las musas que lo abordaban y no lo dejaban en paz. De cómo su amor platónico era el let motiv de su escritura. Mi instinto de policía ministerial me llevó a indagar: “¿Acostumbras revisar tus textos?” -Me los revisa mi maestra de Introducción al Estudio de Derecho. “¿Y quién más?”, -Pues los han leído mi mamá y mi hermana. Un día después los llevó para que hiciéramos lo propio.

Así sucedió y cuando me encontré frente a los textos, no pude dejar de verme en ese joven inquieto y entusiasta, pero perezoso. Tomé el primer poema, y no alcancé a llegar más allá de la primera estrofa. Eran seis versos. Le solicité suprimiera los adjetivos. Después los sinónimos. Quedaron dos versos. Y a partir de esto tenía que construir el nuevo texto. Se resistió. Entonces, le hice ver cómo su texto estaba lleno de lugares comunes: “El mirar de tus ojos…”, “El besar de tus labios…”, “El acariciar de tus manos…”

Al tratar de indagar acerca de sus influencias, me dijo que sólo había leído a Gutiérrez Nájera, y tres poemas nada más. Plateé la siguiente cuestión: “¿Cómo le dirías a una mujer que le deseas hacer sexo oral sin usar una sola palabra altisonante?”. –Quiero besar tus labios, dijo. Referí que la anatomía femenina tenía partes que repiten el nombre (y el placer); que lo maravilloso de la poesía es decir cosas que todo mundo pueda decir pero con palabras distintas. Hizo su esfuerzo, muy encomiable por cierto, pero el resultado se parecía más a un albur que a una metáfora. Así fue como le leí el poema “Besos” de Tomás Segovia. Y le conté mi historia con la escritura en general, y con la poesía en particular. Pero esas son palabras de la siguiente colaboración. Hasta la próxima.

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 15 de abril de 2013.

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