Eduardo Campech Miranda
En 1986 contaba yo con catorce
fabulosos años. Mi padre y mis tíos me contaban de la fiesta que fue la edición
de 1970 de la Copa Mundial de Futbol. En esa edad poco me importaban los
problemas nacionales, y menos aún los libros. La vida era cumplir en la
secundaria y jugar futbol. Todo el tiempo, todo el día, a todas horas.
Jugaba en las fuerzas básicas de
los Coyotes del Neza. Ahí tuve como compañeros a dos chicos que serían
jugadores profesionales años después: Joaquín Moreno (campeón con Cruz Azul) y
Armando Polanco (quien militó en las filas del Argenta zacatecano). El resto no
pasamos del sector amateur. Como integrantes del club, cada quince días
ingresábamos al estadio y realizábamos la labor de baloneros (esos chicos que
están al pendiente de entregar el esférico lo más pronto posible), y en el
medio tiempo éramos protagonistas de un minipartido.
El estadio, que entonces tomó el
nombre de Neza 86 y dejó el de José López Portillo, sería sede del Mundial de
México. Ingenuos, pensamos que nuestra labor en los partidos disputados en el
inmueble seguiría intacta. No contábamos con que los hijos de los directivos
tenían reservación. Decía que el estadio estaba en una zona muy marginal. Las
casas estaban construidas de láminas, cartones, madera. En muchas de ellas se
podían ver criaderos de cerdos en los patios.
Hacia mediados de mayo de ese
año, como por arte de magia, el escenario cambió: calles pavimentadas, todas
(sí, dije todas) las casas aledañas contaban con una fachada colorida,
construida con tabiques y cemento. No idénticas, pero sí con un diseño en
común. El Dios FIFA había pasado por Neza.
Eduardo Galeano, en su libro El futbol a sol y sombra, describe cómo
era el mundo en ese entonces: Duvalier escapaba de Haití, lo mismo hacía
Ferdinand Marcos en Filipinas; nuestro planeta recibía la visita del Halley; en
Japón se suicidaban veintitrés jóvenes emulando a una cantante; un terremoto
sacudía a El Salvador; Chernobyl quemaba su cielo (Sabina dixit). Felipe González asumía la cabeza de la OTAN; morían Olof
Palme, Henry Moore, Simone de Beauvoir, Jean Genet, Juan Rulfo, Jorge Luis
Borges y Mauricio Magdaleno.
Decían que el mundo estaba unido
por un balón. No, el mundo es un balón cuyos dueños no nos dejan jugar a una
gran mayoría. Sólo somos espectadores de los encuentros (en las canchas, en los
estadios, en los congresos). Al pasar el tiempo, y previo inventario, como
aficionado (no fanático) me doy cuenta que el lema del mundial 86, sigue
teniendo vigencia, sólo es cuestión de cambiar un verbo: El mundo hundido por un balón.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 16 de junio de 2014.
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