lunes, 24 de septiembre de 2012

¡Aaaaaaande, no!



Eduardo Campech Miranda


Durante una sesión de un círculo de lectura que coordino, presentando el libro Los mexicanos pintados por sí mismos, leíamos en el índice del mismo una serie de profesiones que, o se han modificado o han desaparecido o están por hacerlo. Salieron a relucir oficios como el ropavejero, el relojero, el aguamielero, el sastre. Era sorprendente y asombroso citar cada uno de ellos y la evocación que generaba entre los participantes.

En una colaboración anterior, mencioné la palabra tlaco, tan en desuso que pareciera inusitada. Las dos situaciones me trajeron a la mente aquellas palabras que escuché en mi infancia y han dejado de sonar, ya sea porque han dejado de utilizarse o sencillamente son regionalismos que, al mudar de entidad federativa, dejaron de ser parte de mi contexto lingüístico.

Voces como tostón (esas pequeñas monedas de cincuenta centavos), tocadiscos, quinto (aunque se sigue mencionando, principalmente en contextos albureros), garnacha, pancita, éstas últimas dentro del campo semántico culinario.

Zacatecas no ha sido inmune a estas transformaciones. Ha variado desde el acento, hasta ciertos modismos. A mis diecisiete años nunca había escuchado el verbo agüitar. Un grupo de nuevos amigos zacatecanos me habían invitado a la feria. Mis ojos miraban atónitos y sorprendidos la algarabía de la gente al son del tamborazo. Paseábamos por las instalaciones de la feria, con una botella de vino (misma que mis acompañantes acabaron, puesto que en aquella época yo no tomaba). Casi para terminarse la bebida etílica, uno de ellos, por cierto, el más alto y fornido, me abrazó y al observar que yo no tomaba, me espetó: “¿te agüitas?”.

Mi desconcierto fue doble: por la efusiva manera de preguntar y por mi desconocimiento total en torno a ese verbo. Guardé silencio y entonces volvió a preguntar, pero ahora de forma más violenta y presionándome más. Mi mirada buscaba auxilio entre los demás acompañantes, pero el esfuerzo fue nulo. Esto pareció enfurecer a mi interlocutor (si se puede llamar así), por lo cual volvió a preguntar, otra vez con más volumen y más presión hacia mi persona. Ante dicha situación, sólo alcancé a decir, a media voz: “No”. De inmediato, su actitud cambió. Con una sonrisa y mayor cortesía (podría pensar que hasta afecto), respondió: “¡Eso, chingao!” Esa noche aprendí que la respuesta correcta ante un ¿te agüitas?, es un rotundo no.

Pero no era la única palabra o frase que llamaba mi atención. Lo mismo sucedía con la distinción entre cajeta de agua y cajeta de leche, a la primera la conocía como ate o jalea; o el utensilio llamado aquí baño, yo lo conocía como palangana, incluso en alguna ocasión la escuché llamar sartén, cuando éste era par a mí, un traste de cocina.

El que alguna compañera del bachillerato me llamara mi hijo, mi hijito, me parecía fuera de toda proporción. Sobre todo si yo era mayor que ella, como ocurría con regularidad. Sin embargo, la frase que más extraño en el habla zacatecana, es esa expresión de asombro, desaprobación o secundación de una charla: ¡Aaaaaaande, no!

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, agosto 27 de 2012.

No hay comentarios:

Publicar un comentario