Eduardo
Campech Miranda
Durante una sesión
de un círculo de lectura que coordino, presentando el libro Los mexicanos pintados por sí mismos, leíamos
en el índice del mismo una serie de profesiones que, o se han modificado o han desaparecido
o están por hacerlo. Salieron a relucir oficios como el ropavejero, el
relojero, el aguamielero, el sastre. Era sorprendente y asombroso citar cada
uno de ellos y la evocación que generaba entre los participantes.
En una colaboración
anterior, mencioné la palabra tlaco,
tan en desuso que pareciera inusitada. Las dos situaciones me trajeron a la
mente aquellas palabras que escuché en mi infancia y han dejado de sonar, ya
sea porque han dejado de utilizarse o sencillamente son regionalismos que, al
mudar de entidad federativa, dejaron de ser parte de mi contexto lingüístico.
Voces como tostón (esas pequeñas monedas de
cincuenta centavos), tocadiscos, quinto (aunque se sigue mencionando,
principalmente en contextos albureros), garnacha,
pancita, éstas últimas dentro del
campo semántico culinario.
Zacatecas no ha
sido inmune a estas transformaciones. Ha variado desde el acento, hasta ciertos
modismos. A mis diecisiete años nunca había escuchado el verbo agüitar. Un grupo de nuevos amigos
zacatecanos me habían invitado a la feria. Mis ojos miraban atónitos y
sorprendidos la algarabía de la gente al son del tamborazo. Paseábamos por las
instalaciones de la feria, con una botella de vino (misma que mis acompañantes
acabaron, puesto que en aquella época yo no tomaba). Casi para terminarse la
bebida etílica, uno de ellos, por cierto, el más alto y fornido, me abrazó y al
observar que yo no tomaba, me espetó: “¿te agüitas?”.
Mi desconcierto fue
doble: por la efusiva manera de preguntar y por mi desconocimiento total en
torno a ese verbo. Guardé silencio y entonces volvió a preguntar, pero ahora de
forma más violenta y presionándome más. Mi mirada buscaba auxilio entre los
demás acompañantes, pero el esfuerzo fue nulo. Esto pareció enfurecer a mi
interlocutor (si se puede llamar así), por lo cual volvió a preguntar, otra vez
con más volumen y más presión hacia mi persona. Ante dicha situación, sólo
alcancé a decir, a media voz: “No”. De inmediato, su actitud cambió. Con una
sonrisa y mayor cortesía (podría pensar que hasta afecto), respondió: “¡Eso,
chingao!” Esa noche aprendí que la respuesta correcta ante un ¿te agüitas?, es un rotundo no.
Pero no era la
única palabra o frase que llamaba mi atención. Lo mismo sucedía con la
distinción entre cajeta de agua y cajeta de leche, a la primera la conocía como
ate o jalea; o el utensilio llamado aquí baño,
yo lo conocía como palangana, incluso
en alguna ocasión la escuché llamar sartén,
cuando éste era par a mí, un traste de cocina.
El que alguna
compañera del bachillerato me llamara mi
hijo, mi hijito, me parecía fuera
de toda proporción. Sobre todo si yo era mayor que ella, como ocurría con
regularidad. Sin embargo, la frase que más extraño en el habla zacatecana, es
esa expresión de asombro, desaprobación o secundación de una charla: ¡Aaaaaaande, no!
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, agosto 27 de 2012.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, agosto 27 de 2012.
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