AURORA GIL BOHÓRQUEZ
Cuenta Unamuno en Recuerdos de niñez y mocedad la emoción que sentían en clase cuando leían un pasaje del Juanito, aquel en el que moría la madre, y todos sus compañeros, el maestro, y él mismo, tenían que enjugarse las lágrimas, rejuntándose todos, conmovidos, en los sentimientos de pena. No parece que fuera una lectura primera; da a entender que todos la conocían de otras veces y que esperaban el trágico momento con ansiedad contenida.
Al lector se le apagaba la voz, y la claridad de la lectura se ahogaba en los sollozos. Nadie se reía de aquellas lágrimas tan colectivas que provocaba la ficción literaria, más abundantes aun en los revoltosos y peleones. Imagino que la clase entera esperaba la hora de la lectura con ganas, los más aplicados y los menos, a pesar de conocer en muchos casos el final de la historia. Entonces los libros eran escasos, ir al cine era todo un lujo y no existía la televisión para llorar a gusto en los reality show.
Han pasado los años; el péndulo se fue al otro extremo: hoy apenas se lee en clase; ni siquiera en las de Lengua y Literatura, y mucho menos, claro está, en las clases de otras materias. Leer un cuento en matemáticas, qué disparate, ni que estuviéramos locos. Y no crean que me estoy refiriendo sólo a los centros de Secundaria, donde el alumno ya viste pantalón largo -es un decir-; tampoco en los centros de Primaria se lee sistemáticamente en clase, ni es frecuente aquello de todos los alumnos atentos a la palabra, con la emoción y la intriga en sus caras, sin pestañear, sin moverse de las sillas, sin querer que pase el tiempo para dejar avanzar la historia. Hoy, en cuanto los niños aprenden el mecanismo de la m con la a ma, se acaba con la práctica de la lectura en voz alta y
desaparece la hora de leer del panorama lectivo habitual.
Y es que hay profesores -y alumnos- que consideran lo de leer en voz alta como pérdida de tiempo, como algo fuera de los contenidos curriculares. No hay tiempo que perder, piensan, con tanta gramática, y tanta sintaxis, y
tantos ejercicios de análisis de todo tipo; los contenidos gramaticales lo invaden todo, y hay que saber distinguir los morfemas de los lexemas desde la más tierna infancia, y no hay que confundir los determinantes con los pronombres, ni los atributos con los complementos directos.
Y frente a todo este galimatías en el que están enredados los niños desde los ocho años, la lectura colectiva en voz alta ha dejado de considerarse como una actividad prioritaria y esencial en la formación académica de los jóvenes. Sin embargo, está demostrado que la lectura en voz alta tiene no sólo considerables beneficios neuronales, ya que se ponen en acción numerosos y complejos circuitos cerebrales, mucho más ricos que los que se activan en la lectura silenciosa; también mejora las capacidades de atención y de expresión, se enriquece el vocabulario, se ejercita la imaginación, enaltece los sentimientos , sin olvidar que además incrementa la autoestima y la confianza. La lectura en voz alta puede detectar problemas graves, como las dislexias, y puede corregir otros, como la tartamudez. Y sin embargo, van pasando alumnos por las aulas que nunca han oído una lectura como Dios manda, que les sirva de modelo, que les conmueva. ¿Qué tristeza da oír leer de manera mecánica y neutra, sin entonaciones adecuadas, sin detenerse en las pausas, sin recalcar la intención, confundiendo palabras! ¿Y qué pena, lo mal qué mal leen en voz alta nuestros alumnos! Es para echarse a llorar.
No hay tiempo para explicarles las técnicas de lectura, y mucho menos, para ponerlas en práctica. ¿Cómo pasar una hora de clase a la semana leyendo, con tanto contenido gramatical y tanta teoría literaria que aprender? Pero lo peor es que tampoco se lee correctamente en silencio: trastocan palabras, se las saltan, tienen dificultades para captar la idea principal, no retienen datos Y si a todo esto unimos la pobreza de vocabulario tenemos los resultados tan poco gratificantes de los famosos informes Pisa.
Recuerdo ahora como algo mágico aquellas clases de la Universidad del profesor D. Mariano Baquero Goyanes, aquellas en las que se limitaba a leer en voz alta. Ni más ni menos. Eran las mejores. Se hacía un silencio expectante - como en las clases de Unamuno- y nos invadía toda la fuerza de la literatura a través de su palabra sosegada. Éramos ya alumnos universitarios, y nos seguía conmoviendo oír un cuento, un poema, un fragmento de cualquier libro. La magia estaba en su buena lectura, que lograba llenar el texto de emoción y sentimientos.
Leamos en voz alta en clase y cambiemos la idea equivocada que oí decir no hace mucho a un alumno mío: qué bien; hoy no hemos hecho nada: sólo hemos leído.
Fuente:La verdad.es
Disponible:http://www.
A través de la lista ANIMACIONALALECTURA@LISTSERV.
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