Eduardo Campech Miranda
Era enero de unos hace cuatro o cinco años. Mireya Carrillo, bibliotecaria escolar e incansable promotora de lectura, junto con las maestras del área de Lengua y Literatura, de la Escuela Secundaria Técnica N° 27, de la capital zacatecana, me solicitaron que pudiera diseñar una actividad para atender a los diecisiete o dieciocho grupos de la escuela. Les planteé que eran muchos alumnos, así que decidimos atenderlos de uno en uno, realizando visitas de dos o tres grupos por día a la Biblioteca Mauricio Magdaleno.
El primer día atendería a tres grupos: dos primeros años y un tercero. La selección que realicé fue algo ligero de Paz (“Mi vida con la ola”, “El ramo azul”), algunos fragmentos de Arreola, algún cuento de Traven y de Francisco Rojas González. La planeación de la actividad indicaba que realizaría una lectura en voz alta y después una estrategia de detonación de escritura. La lectura no les atrajo en lo más mínimo, la concluí (erróneamente) a pesar de la desatención manifiesta de los alumnos. Sin embargo, la actividad de escritura fue bastante rica y divertida.
Con el segundo grupo aposté por literatura de la onda: José Agustín, José Buil y Parménides García Saldaña fueron mis caballitos de batalla. La dinámica se repitió, pero esa ocasión cancelé la lectura para dar paso a la escritura. El entusiasmo por la segunda parte de la actividad fue contundente. Antes de retirarse, una de las maestras se acercó y a mí. Me solicitaba una lectura que abordara la sexualidad, con la finalidad de que les hablara y orientara sobre el tema. Les compartí mi opinión en torno al rechazo de la visión didáctica de la literatura. Argumenté que Homero no escribió La Odisea para darnos el mensaje que “aunque todo resulte adverso, al final conseguirás tus objetivos y triunfaras”, que eso me parecía una falta de respeto al autor, al libro y a la lectura.
De tal manera que les sugerí la novela Un hilito de sangre de Eusebio Ruvalcaba, no sin antes advertirles que el lenguaje era muy cercano a los jóvenes, que éstos conocían todas las palabras (etiquetadas por algunos como malas palabras), y que el protagonista veía al mundo con una exagerada concupiscencia, propia de un adolescente. Tal vez, si yo daba a pie al tema, ellas lo podrían abordar desde sus propósitos en la escuela.
La historia es bastante divertida. Trata de un joven de trece años que, como se dijo, ve al mundo detrás de unas gafas llamadas sexo. Es tal la lascivia en él, que ni su madre, ni su tía se le escapan. La primera página es fundamental y nos da una idea general de la historia, su estructura y su lenguaje: la máxima aspiración de nuestro protagonista era la de ser chofer de una casa rica (muy a pesar de la oposición paterna, que lo convencía de ser chofer de camión repartidor o microbús, ya que ganaría más). Siendo chofer de una familia pudiente económicamente, tenía la ventaja de manejar un auto precioso y atender sexualmente a la dueña de la casa.
Después de leerles a los jóvenes el primer capítulo, pensé iniciar con la actividad de escritura pero me fue imposible. Demandaban que continuara leyendo. Lo mismo sucedió cuando concluí el segundo capítulo. Para el tercer capítulo, ya no accedí. El tiempo de la actividad había concluido. Varios de ellos se acercaron a preguntarme dónde compraban el libro.
Al día siguiente, otra vez primer año, iba a dar inicio con José Agustín, pero del fondo del salón surgió un grito: “¡cuéntenos la historia del muchacho cachondo!”. La voz se había corrido como pólvora dentro del plantel. A partir de ahí, todos los grupos exigían conocer Un hilito de sangre. De hecho, la escuela se vio en la necesidad de adquirir cinco ejemplares de la novela.
No soy ingenuo para pensar que todos esos alumnos se convertirían en lectores. La novela, más allá de la anécdota, plantea diferentes retos intelectuales, que los jóvenes resolvieron satisfactoriamente (de lo contrario, hubieran abandonado su lectura). Un año después volví a la Secundaria Técnica N° 27. Platiqué con Mireya y con alguna maestra. De toda esa población estudiantil que visitó la biblioteca, unos cinco alumnos se iniciaron en la lectura por gusto y voluntad propia. Tal vez se cuestione: “Pero lo que los movió fue el morbo”. Y tienen razón, pero, ¿acaso no manifiesta el lector morbo e intromisión al enterarse de la vida privada de la dinastía Buendía, de Pedro Páramo o hasta de las desdichas de Cenicienta?
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, mayo 7 de 2012.
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