miércoles, 21 de noviembre de 2012

La flexibilidad como requisito en la formación de lectores



Eduardo Campech Miranda

En los últimos días he trabajado con jóvenes de una preparatoria estatal. El encuentro con ellos me ha dejado algunas reflexiones. Entre ellas descarto que fuera sorpresivo el hecho que la inmensa mayoría, por no decir que casi todos, no contemplan a la lectura como una actividad voluntaria. Esto sólo es un reflejo de la concepción y dinámica social en torno al acto lector: se lee para aprobar la materia o el grado escolar. Ya en la vida posterior a la formación académica, la mayoría lee soportes como diarios, revistas, historietas, anuncios y carteles (lo que Goodman llama lectura ambiental), etc.

Que los chicos no lean no es un dato nuevo. El por qué no leen, quizá se pueda explicar, en parte, por lo observado durante este par de semanas. Por principio de cuentas los contactos con los libros, en general, y con la literatura, en particular, no han sido significativos. Es decir, sólo sirven para sortear el examen o el reporte de lectura; no existe, no han encontrado, no les han mostrado ningún vínculo de la lectura con su vida cotidiana. Recuerdo a un maestro, con el que coincidí hace una década en un evento de lectura -en Morelia, Michoacán-, el cual me decía que no entendía para qué le habían enseñado álgebra, ya que no había una aplicación en la vida cotidiana.

Trasladando la visión anterior a nuestra área, diagnosticamos que muchas personas conciben a la literatura como una manera seria de pasar el rato, como un enfadoso y doloroso trámite académico. Esas personas, en ocasiones, imparten clases. Ante ejercicios de exploración libre de acervos (la posibilidad de tocar, (h)ojear, leer un fragmento, desechar, seleccionar un libro), los jóvenes parecían niños en dulcería. Tenían, quizá por vez primera en su vida, la oportunidad de dimensionar al libro como un objeto cotidiano.

Durante los juegos de escritura, descubrieron que tienen creatividad, que son capaces de hilar historias, de jugar con las palabras, de escribir poemas, recetarios, cartas, de establecer y conformar diálogos con otras personas, de apropiarse y sentir como los personajes de la literatura.

Ante el cuestionamiento de por qué no les gusta leer, recibimos respuestas como “es aburrido”, “me duermo”, “no le entiendo”, y la clásica (y falsa, “no tengo tiempo”). Después de la actividad, donde sólo se les pedía silencio, un silencio inicial, porque conforme avanzaba la lectura (fragmentos o cuentos de El cartero de Neruda, Un hilito de sangre, “El huésped” de Amparo Dávila, Querido Diego, te abraza Quiela, mis caballitos de batalla), ellos mismos iban exigiendo el silencio de sus compañeros, que a decir verdad, fue roto en pocas ocasiones.

Cuando se les decía que habíamos leído tantos capítulos o determinado número de páginas, se sorprendían, ¿cómo habían pasado dos horas sin darnos cuenta? La respuesta es sencilla. Además de la selección, hilamos una tenue red entre ellos y el texto a partir de preguntas, siempre en la posibilidad de no ser respondidas, pero siempre con la colaboración de ellos.

Una primera conclusión derivada de esta experiencia es: la formación de lectores (sea en el espacio que sea) debe distinguirse por ser una actividad flexible, que conmine, invite, no obligue.

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, noviembre 5 de 2012.

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