Eduardo Campech Miranda
Que los chicos no lean no es un
dato nuevo. El por qué no leen, quizá se pueda explicar, en parte, por lo
observado durante este par de semanas. Por principio de cuentas los contactos
con los libros, en general, y con la literatura, en particular, no han sido
significativos. Es decir, sólo sirven para sortear el examen o el reporte de
lectura; no existe, no han encontrado, no les han mostrado ningún vínculo de la
lectura con su vida cotidiana. Recuerdo a un maestro, con el que coincidí hace
una década en un evento de lectura -en Morelia, Michoacán-, el cual me decía
que no entendía para qué le habían enseñado álgebra, ya que no había una
aplicación en la vida cotidiana.
Trasladando la visión anterior a
nuestra área, diagnosticamos que muchas personas conciben a la literatura como
una manera seria de pasar el rato, como un enfadoso y doloroso trámite
académico. Esas personas, en ocasiones, imparten clases. Ante ejercicios de
exploración libre de acervos (la posibilidad de tocar, (h)ojear, leer un
fragmento, desechar, seleccionar un libro), los jóvenes parecían niños en
dulcería. Tenían, quizá por vez primera en su vida, la oportunidad de
dimensionar al libro como un objeto cotidiano.
Durante los juegos de escritura,
descubrieron que tienen creatividad, que son capaces de hilar historias, de
jugar con las palabras, de escribir poemas, recetarios, cartas, de establecer y
conformar diálogos con otras personas, de apropiarse y sentir como los
personajes de la literatura.
Ante el cuestionamiento de por
qué no les gusta leer, recibimos respuestas como “es aburrido”, “me duermo”,
“no le entiendo”, y la clásica (y falsa, “no tengo tiempo”). Después de la
actividad, donde sólo se les pedía silencio, un silencio inicial, porque
conforme avanzaba la lectura (fragmentos o cuentos de El cartero de Neruda, Un
hilito de sangre, “El huésped” de Amparo Dávila, Querido Diego, te abraza Quiela, mis caballitos de batalla), ellos
mismos iban exigiendo el silencio de sus compañeros, que a decir verdad, fue
roto en pocas ocasiones.
Cuando se les decía que habíamos
leído tantos capítulos o determinado número de páginas, se sorprendían, ¿cómo
habían pasado dos horas sin darnos cuenta? La respuesta es sencilla. Además de
la selección, hilamos una tenue red entre ellos y el texto a partir de
preguntas, siempre en la posibilidad de no ser respondidas, pero siempre con la
colaboración de ellos.
Una primera conclusión derivada
de esta experiencia es: la formación de lectores (sea en el espacio que sea)
debe distinguirse por ser una actividad flexible, que conmine, invite, no
obligue.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, noviembre 5 de 2012.
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