Eduardo
Campech Miranda
Rulfo
no escribió Pedro Páramo para que los
profesores y sus alumnos sacaran conclusiones. O para que los lectores
aprendieran algo. Ningún escritor escribe para pasar mensajes, para cifrar
información. El atentado que representa en la educación, la práctica de los
profesores de obligar a los estudiantes a explicar los libros, es aberrante y
cruel. Por más que pueda justificarse con el buen propósito de asegurar que los
alumnos han leído el libro. Es mejor que no lean a que, leyéndolo o incluso sin
leerlo, le tengan aversión y rencor.
Alejandro Aura
Alejandro Aura
escribió un bello y reflexivo texto que tituló “¿Para qué se ve el
crepúsculo?”, en el cual lúdica y críticamente cuestionaba la tendencia de
algunos docentes (y mediadores de lectura) de preguntar, como instrumento de
evaluación de la comprensión lectora, de qué trata tal o cual obra, o qué quiso
decir el autor. A ellas agregaríamos una que me parece más grave: ¿qué
aprendiste?
Por principio de
cuentas la pregunta es abierta, con lo cual cualquier respuesta que pueda dar
el alumnado debe considerarse correcta. Ahora bien, si el docente (o mediador)
tiene la expectativa de que se responda lo que a su juicio se debe aprender,
pues estaríamos ante un desconocimiento de cómo funciona la lectura y la
polisemia inherente a la misma. Tal vez la intención del docente no sea
manifestar draconianamente su autoridad dentro del aula, y por consiguiente, su
interpretación como la más acertada o la única correcta. Es posible que lo que
realmente pretenda es identificar el grado de apropiación de la lectura por
parte del alumno. Sin embargo, el desarrollo de la promoción, y de la animación,
de la lectura nos ofrecen nuevas modalidades para detectar dicha situación.
Por otro lado está el propósito del autor. La literatura
se fundamenta en la ficción. No creo que el autor pretenda enseñar algo,
simplemente quiere contar una historia, a su estilo, o manifestar un
sentimiento o un punto de vista, también a su estilo. A excepción de las
fábulas y de la incipiente literatura infantil (primordialmente en sus primeros
textos, tanto a nivel mundial, como nacional), quienes buscan como cierre una
moraleja o enseñanza, la literatura se hace, entre otras muchas razones, para
darle sentido a la existencia, para explicarnos, para reflejarnos, por que sí,
porque hay una necesidad de contar.
No me imagino a Homero llevando a la escritura La Odisea, sólo para enseñarnos o
concluir que “aunque todo te sea adverso, al final vencerás”. De ser así, se
tendría que catalogar este texto como un libro de superación personal o
autoayuda y no como una obra de la literatura universal. O que después de leer
el poema “Canonicemos a las putas” de Jaime Sabines, se tenga que responder lo
aprendido (sin duda, además de cómico, resultaría un buen negocio para las
aludidas y pésimo para los psicólogos).
Las reformas en la educación pasan y siguen pasando, sin
embargo, prácticas como la descrita (que yo mismo experimenté hace más de
veinte años), siguen estando vigentes. Quizá las reformas no llegan a los
destinatarios en forma clara, quizá las reformas responden a intereses de todo
tipo menos educativas, quizá sea mi corta e ignorante visión de la situación,
como me la hizo saber un directivo escolar (que en cierta ocasión, le hacia
ver que sus docentes, con las preguntas que formulaban a sus alumnos, no
propiciaban una comprensión profunda del texto, sino solamente una localización
de la información) cuando me preguntó, “¿y usted es maestro?, ¿de qué Normal
egresó?”. Y yo sólo respondí, “de ninguna, soy economista”, mientras en mi
cabeza rondaba una tonada que decía: “soy un pobre lectorcito que habita en la
serranía.”
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacacatecas, septiembre 24 de 2012.