viernes, 2 de septiembre de 2011

Palabras


Eduardo Campech Miranda

La semana pasada comenté que estaba releyendo Cien años de soledad y la potencialización del placer de la primera lectura. Retomaré uno de los múltiples fragmentos que me encantan. En el primer capítulo, en la primera página, dice: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.” No me imagino un mundo así. Quizá desesperante como la constante. “pásame la desa que está en el dese.”

Tenemos necesidad de nombrar y ser nombrados. La palabra nos da identidad. Requerimos de la palabra para crear el mundo y para ser parte de él. Incluso, hay quien sostiene –y concuerdo con esa posición-, que el lenguaje, la manera de utilizar las palabra nos definen, dicen a qué nos dedicamos, cómo asumimos la vida, etc. Esa necesidad de nombrar es tan imperiosa que cuando no encontramos las palabas idóneas o correctas, las inventamos.

Emiliano tenía unos tres años. Cierto día pidió se le comprara un rehilete. Llegando a casa lo colocó en una maceta que estaba a un costado de una ventana. Un par de semanas después el rehilete había pasado a formar parte del inventario del basurero municipal. Emiliano lo echó de menos y preguntó: “¿y mi <<ventoso>>?”. La asociación de la fuerza motriz del artefacto fue el detonante para asignarle nombre al rehilete.

Hace un par de meses, durante las actividades de lectura que realizamos en el Mercado “Alma Obrera”, cruzó el cielo helicóptero. El suceso llamó la atención de los pequeños. Ángeles Valle aprovechó los comentarios para realizar una actividad de escritura. Tenían que crear una historia donde interviniera un helicóptero. Uno de ellos inventó que había sucedido un accidente y el helicóptero llevaba a los heridos rumbo a la “doctoría”. Ángeles lo corrigió, diciéndole que se llamaba enfermería. El pequeño reviró: “No, doctoría, porque no hay enfermeras y sí doctores.”

Julio Cortázar tuvo la sensibilidad y el sentido del humor suficientes para desacralizar a las palabras. Por eso inventó el giglico, prueba de ello son un capitulo de Rayuela y su cuento “La inmiscusión terrupta”. Como adultos pocas veces nos permitimos inventar, e inventar palabras lo percibimos como un error. Alguna vez, contando la leyenda zacatecana “El árbol del amor” a unas amigas, al momento de presentar en la historia al aguador, el sustantivo se me fue de la mente y no encontraba la palabra adecuada. Lo primero, lo más lógico y lo más natural que pude decir fue “el agüero”. Con un signo de interrogación en la cara, una de ellas me preguntó: “¿Un qué?”, -Un agüero, respondí. “¿Y qué es eso?”, volvió a inquirir. “Pues un señor que repartía agua”, dije convencido de mi respuesta. El “¡aguador, güey!” sonó al unísono.

Vulnerable, avergonzado y sacando fuerzas de flaqueza alcancé a argumentar: “Es que además de aguador, era rubio.”

Publicado en "La gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 15 de agosto de 2011.

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