Eduardo Campech Miranda
Iniciaré haciendo un breve recuento de mi experiencia como lector y formador de lectores. Recuerdo mi terror y emoción la primera vez que ingresé a una biblioteca. Cursaba el segundo de secundaria. Y era así porque sencillamente yo no era lector. En esa época tuve la fortuna (ahora, al pasar de los años, creo que fue más un infortunio) de que en la materia de español, nos obligaban a leer las ediciones de Porrúa y que en su gran mayoría incluían un estudio introductorio y un argumento. Suficiente para presentar la evaluación correspondiente y aprobar con la consigna de que “después del seis todo es vanidad”. Así pasaron junto a mí Santa de Federico Gamboa, El Zarco y Navidad en las montañas, de Ignacio Manuel Altamirano, Comedias de Juan Ruiz de Alarcón, Cuatro comedias de Molière, pero sólo eso; pasaron por mis manos y no por mis ojos, neuronas ni corazón.
Sería hasta tercer grado cuando mi entonces maestra Claudia Pastrana nos “recetó” Canasta de cuentos mexicanos, de B. Traven. Fue el primer libro que leí completo. En ese mismo año descubrí la poesía modernista y en un juego fortuito propiciado por la ignorancia, confundía las letras de “Nocturno a Rosario” de Manuel Acuña con la canción “Ella” de José Alfredo Jiménez. Y no era extraño que cantara el primero y recitara la segunda. Hago este recuento sencillamente porque es la base para mi trabajo de bibliotecario y promotor de lectura (de hecho al decir bibliotecario debo incluir al promotor de manera indisoluble).
Años después me encontraría en esta ciudad de plata y cantera, cumpliendo un sueño: laborar en la Biblioteca Central Estatal de Zacatecas. El primer día de trabajo intercambié impresiones con algunos compañeros, entre ellos Arturo Briseño Soriano y José Luis Martínez Rodríguez, ambos intendentes.
Nueve o diez años después, las cosas habían cambiado. Arturo y José Luis ya eran bibliotecarios, su trabajo constante era reconocido con una oportunidad. Se generó un proyecto de gestar un área al interior de la biblioteca que se dedicara exclusivamente al fomento de la lectura. En él la iniciamos la ingeniera Perla Martínez Murillo y un servidor. Una de las primeras acciones implementadas fueron los círculos de lectura con los compañeros. La dinámica se modificó y el interés comenzó a centrarse en la manera adecuada de leer en voz alta. El bibliotecario con más entusiasmo fue José Luis. Hasta entonces, él consideraba que leer en voz alta correctamente era una cuestión genética, una virtud con la que se nace. Le comentamos que e l trabajo y la práctica eran las herramientas que le permitirían dominar la técnica de esta modalidad de lectura.
José Luis confesaba no ser lector. Es más, que no le gustaba leer. No recuerdo con claridad si surgió de él o de nosotros la inquietud de recomendarle un libro. En ese instante recordé mi paso por la secundaria, a la maestra Pastrana y Canasta de cuentos mexicanos. José Luis quedó atrapado por los cuentos de Traven. Acabábamos de generar otra cuestión común para ambos: nuestro primer libro. El siguiente fin de semana José Luis sacó en préstamo El perfume de Patrick Süskind —sí, José Luis ya había tramitado y utilizaba para él su credencial de préstamo a domicilio. A primera instancia me parecía un riesgo que un nuevo lector se enfrentara a un texto cuyos referentes suponía estaban fuera de su alcance. Aunado a ello, la tipografía me parecía podría ser un obstáculo (cuántas veces no hemos escuchado como pretexto o como preferencia que “las letras están muy chiquitas”), pero finalmente eran prejuicios míos, porque el lunes, José Luis había leído completo el libro. ¡El perfume leído en dos días por un lector inicial! ¿y decimos que no tenemos tiempo de leer?
Posteriormente José Luis siguió leyendo y seguimos recomendando: Clemencia de Ignacio Manuel Altamirano, Días de pinta, rica antología de cuentos modernos, y comenzó a apasionarse por la poesía. José Luis leía en su casa en voz alta, al grado de que su esposa e hijos le preguntaban si estaba loco; su entrada a la biblioteca era a las 9:00 horas y llegaba una hora antes, y en e l silencio de la sala general se ponía a leer en voz alta. En la capacitación para Mis Vacaciones en la Biblioteca 2003, José Luis quiso integrarse con todo su entusiasmo para aprender más. Así lo hizo y su desempeño fue sobresaliente al grado de que al siguiente año la Dirección General de Bibliotecas del Conaculta lo invitó a que cursara el Diplomado en Promoción de la Lectura ofertado por la Asociación Mexicana para e l Fomento del Libro Infantil y Juvenil, IBBY México. Ahora, no hay duda, José Luis es un lector y esto se refleja en las bibliotecas del municipio de Guadalupe, Zacatecas, donde es Coordinador y contagia el amor por los libros y la lectura.
Si un bibliotecario no es lector, si no conoce los libros, no podrá hacer recomendaciones. Por ejemplo, si una señora llega a la sala general y pide un libro de García Márquez, un libro de cocina mexicana o Arráncame la vida de Ángeles Mastretta, sencillamente recurre a los catálogos y asunto solucionado. ¿Qué sucede si alguien nos solicita un libro para llorar, para reír, para leer en familia, para emocionarnos, para sentir miedo, para leer en el baño, para leerlo a la pareja después de hacer el amor? Si el mediador, ahora bibliotecario, no está familiarizado con los libros, se encontrará con la dificultad de que los catálogos públicos sólo son tres: autor, tema y materia. ¿Qué tal ir generando con los mismos bibliotecarios y con los usuarios un catálogo de sensaciones, evocaciones, emociones, espacios y momentos de lectura? Acercarnos a los lectores e iniciar una conversación e intercambio de opiniones en torno a los libros. Si no somos lectores, acercarnos al usuario que sí lo es. Y si lo somos, acercarnos al que espera una orientación y deposita su confianza en nosotros.
En octubre del año pasado, el señor Raymundo Márquez acudió a la biblioteca para solicitar actividades de lectura para los niños del mercado “Alma Obrera”. Él es el representante de los locatarios del lugar y junto con su esposa María de Jesús Correa y otros comerciantes como Jovita Oseguera, estaban interesados en ofrecer opciones de desarrollo a la población de una colonia humilde de la periferia zacatecana. Este trabajo quedó inconcluso en abril o marzo pasados, pero arrojó importantes datos y confirmó otros. Durante estos meses se involucraron los siguientes compañeros y compañeras: Víctor Hugo García Sandoval, Lucía García Carrillo, Arturo Briseño Soriano, Javier Pinedo Pinedo y la maestra Laura Soto Maltos. Todos ellos en su oportunidad trabajaron con niños. Se llegó a convocar a veintiocho. Por mi parte, trabajé con jóvenes y adultos. Desde luego hubo más eco de los segundos, pero nunca pasaron de cinco o seis.
En un principio llevé lecturas que consideré “adecuadas” para ellos: ¿Águila o sol? de Octavio Paz; La feria, Confabulario y Estas páginas mías de Juan José Arreola; El Llano en llamas de Juan Rulfo, entre otros. Los escasos tres o cinco adultos que acudían se llevaban los libros a su casa. Y yo creía que los leían. Sin embargo, no contaba con ningún indicador que así fuera, salvo algunos comentarios del señor Raymundo. Hasta que un día una charla detonó lo que sería la nueva dinámica de la actividad. Conversando, con la finalidad de sensibilizar en torno al tema de los hijos, comencé platicando un fragmento de mi historia de vida.
A manera de conclusión me gustaría enunciar y resumir dos enseñanzas que adquirí con estas dos experiencias, las cuales a los ojos de los teóricos podrían parecer Verdad de Perogrullo, y que sin embargo me convencen y motivan para seguir trabajando en la formación de lectores con jóvenes y adultos: La primera es que no echemos en saco roto nuestra propia formación, retomemos las lecturas que nos hicieron disfrutar y nos abrieron otros mundos; y la segunda que escuchemos a los destinatarios de nuestros esfuerzos, sus intereses son tan válidos como el que más, para que de esta manera tengamos un cimiento en el cual apoyarnos al momento de la selección de libros para un sector específico. Ambas cuestiones se consiguen siempre y cuando seamos lectores y, por consiguiente, usuarios de la biblioteca.
Para terminar, contaré una última anécdota con un compañero bibliotecario que, creo, es un buen ejemplo de lo que la lectura puede generar, descubriéndonos, encontrándonos, conociéndonos, una y mil veces. En una búsqueda que no se agota. Entre los soportes textuales que mayor demanda tienen entre los usuarios y trabajadores de la biblioteca está el diario deportivo Esto. El futbol es una de las pasiones de los bibliotecarios. Observando esta situación me acerqué a uno de ellos, Antonio Hernández Saucedo, “Toñito”, como lo conocemos. Le ofrecí un libro que acababa de adquirir, El futbol a sol y sombra de Eduardo Galeano, mismo que no tiene imágenes más allá de unas sombras a manera de viñetas, de cuerpos humanos practicando este deporte. En él se cuentan las hazañas y el contexto histórico social que las enmarcan. Cuando “Toñito” me entregó el libro lo hizo con el siguiente comentario: “Está bueno el libro. ¡Qué golazos!”.
Ponencia presentada en el VI Congreso Nacional de Bibliotecas Públicas "La Red Nacional: Evaluación de sus Programas" el 22 de septiembre de 2006, en la ciudad de Zacatecas, Zac.
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