viernes, 26 de agosto de 2022

Dejad que los libros se acerquen a mí (Segunda edición)


Como la inmensa mayoría de los adolescentes el acto lector (autónomo, placentero, independiente) era algo que no estaba en mi presupuesto de vida. Sería la extraña combinación de circunstancias la que me llevaría a su contacto: la extinta estación de radio, en amplitud modulada, de la Ciudad de México, "Espacio 59"; las horas que pasaba acomodando (y desacomodando) la biblioteca familiar en casa de mi abuela paterna y la suerte de que en tal acervo existiera un ejemplar de una novela, para mí, inolvidable.

 

En la radiodifusora mencionada a menudo hablaban de libros. Mi condición ajena al mundo de las letras, los libros y la literatura, propiciaban que confundiera El laberinto de la soledad con Cien años de soledad. Hasta ese entonces, en mis pletóricos 17 años, sólo había leído completo el libro Canasta de cuentos mexicanos de B. Traven (esto es una verdad a medias a la cual volveré más adelante). Además de identificar, y saber de memoria, algunos versos de Neruda, principalmente de los poemas XV y XX. No se piense con ello que la poesía era mi fuerte. No. Porque así como confundía los títulos de las obras de Paz y García Márquez, de pronto me encontraba cantando "Nocturno a Rosario" bajo la tonada de "Ella", que recitando la canción de José Alfredo Jiménez como si fuera obra de Acuña, y sospecho que más de una vez intercambié versos.

 

Durante las visitas a casa de mi abuela aprovechaba y pasaba horas en uno de mis espacios predilectos: la sala, puesto que allí se encontraban dos libreros abarrotados de bibliografía y discos de acetato. Del primer material sólo me interesaban los Atlas. Sabía de memoria las banderas del mundo y la gran mayoría de las capitales. En los discos supe de la existencia de Óscar Chávez, con él aprendí lo que es una parodia; tarareaba, como hoy, las canciones de The Beatles; me autoflagelaba (no concibo que sea distinto) con Manuel Bernal y su interpretación del "Credo" o con una pieza larguísima de The Ono Plastic Band (que contaba entre sus integrantes a John Lennon y Yoko Ono) la cual tenía una duración de cuarenta y cinco minutos de gritos.

 

Sería una de esas ocasiones de acomodo y desacomodo (ahora sé que se llama exploración libre del acervo), cuando dí con Cien años de soledad. El título había sido referido varias ocasiones en la radiodifusora mencionada. Ese sábado, muerto de aburrimiento y habiendo concluído el enésimo acomodo, el título impreso en el lomo con letras azules en fondo blanco atrajo mi mirada y atención. La portada, ilustrada con pequeñas imágenes en negro dentro de cuadrados concéntricos y en la parte inferior el sello editorial: Sudamericana. El encuentro fue una explosión en mi interior. Era maravilloso imaginarme  a un gitano y a Aureliano Buendía con la lupa, el imán, el hielo. Ese primer capítulo me atraparía no sólo en el libro, no sólo en su historia, sino en la lectura en general. Realmente entendí muy poco, pero lo que sucedía en mi  interior, era motivo suficiente para seguir leyendo. Quizá parte del gozo experimentado estaba dado porque nadie me iba a preguntar de la lectura. Si en eso consistía el leer, entonces podría decir sin empacho: "Dejad que los libros se acerquen a mi".

 

Han pasado más de treinta años de aquel encuentro. Al menos en cuatro ocasiones, he vuelto a tomar el mismo título en mis manos. Y han saltado sobre mí, salvajes, seductoras, explosivas, las palabras y frases que había pasado por alto en la primera lectura. Los encuentros amorosos entre José Arcadio y Rebeca; entre José Arcadio y Pilar Ternera; la historia de amor de Mauricio Babilonia y Meme, enriquecen ese recuerdo del primer capítulo. Lo que no se ha modificado ha sido aquella sacudida emocional que me provocaron, y me siguen provocando, aquellas palabras iniciales:

 

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

 

Inicio no sólo este escrito, sino incluso algunas conferencias o capacitaciones con esta anécdota. El motivo es simple: invitar a la reflexión de cómo fue el trayecto que recorrimos para hacer de la lectura una actividad cotidiana. Reflexión, creo, fundamental cuando tenemos como propósito propiciar encuentros significativos entre las personas y los libros. Pero también porque en ella me permite abordar algunos aspectos y conceptos de la mediación lectora y formación de lectores.

 

Cuando afirmo que Canasta de cuentos mexicanos era el único libro que había concluido en su lectura, hay algo de verdad y algo de mentira. Intentaré explicarme. El título de Traven era una de las lecturas obligadas de la educación secundaria. Obligada porque en la evaluación aparecían preguntas referidas a la obra en cuestión. En ese mismo canon escolar estaban otras obras como La verdad sospechosa de Ruiz de Alarcón, Santa de Federico Gamboa, Las paredes oyen de Moliere, El zarco y Navidad en las montañas de Ignacio Manuel Altamirano, Marianela de Benito Pérez Galdós. Repito, sólo leí a Traven. Los otros libros tenían en común que la edición solicitada era la de la colección “Sepan cuantos…” de Porrúa. Una maravilla para mis limitadas expectativas académicas, ya que esa edición tenía estudios introductorios suficientes para aprobar la evaluación con un seis, después todo era vanidad. Así que leyendo, no todo el estudio, sino el apartado dedicado al análisis literario, me permitía afrontar con aplomo el examen. Total, las preguntas siempre eran las mismas y en el mismo tenor: cerradas, literales.

 

Canasta de cuentos mexicanos no pertenecía a Porrúa sino a Selector, y no tenía el estudio salvador. Lo anterior se compensaba con un elemento que muchas veces pasamos por alto: la tipografía. En Porrúa era pequeña y a doble columna por página, con pocos espacios para descansar la vista. Selector, tenía una tipografía más grande, las páginas no aparecían abigarradas de letras. No recuerdo si ese detalle o la imperante necesidad de mejorar mis calificaciones fue el impulso para leer el libro. Los cuentos que contiene me gustaron, a secas. El de “La tigresa” me recordó a una película que ví algún domingo por la tarde. Pero no pasó más. Desde luego en la evaluación me fue mejor que en las anteriores.

 

En este marco Cien años de soledad, hasta hace poco, era el primer y único libro que había leído completo y por propia voluntad antes de cumplir la mayoría de edad. Digo que hasta hace poco porque la recaptura de Rafael Caro Quintero puso en los noticieros el escenario en el que el capo llegó a amasar una enorme fortuna. En uno de esos espacios radiofónicos aludieron a Arturo Durazo Moreno, el conductor refirió el libro Lo negro del Negro Durazo y como una luz, apareció en mis recuerdos aquel libro. ¡Claro que lo había leído!, contaba entonces con trece, catorce años. En las nebulosas de la memoria está la descripción del Partenón y la masacre del río Tula. De este libro no recuerdo más. Seguramente la lectura que realicé fue muy superficial: nombres que aparecían constantemente en los noticieros, en la prensa escrita, alguna adaptación a historieta del episodio del Río Tula. Creo haber leído también un segundo título del mismo autor, pero no estoy seguro, así como A calzón quitado de la Tigresa, Irma Serrano.

 

¿Por qué no me enganché en la lectura desde entonces? Quizá porque el morbo y la curiosidad en torno a las historias compartidas en aquellos libros no fueron suficiente aliciente para continuar con una práctica que en la familia se realizaba mayoritariamente en diarios y revistas. Quizá porque no se me ocurrió que existían otras lecturas que podrían proporcionarme gozo, en muchos sentidos, y pensaba sólo en dos tipos de libros: los prohibidos -como los mencionados- y los escolares. Éstos segundos, para mí, aburridos. Quizá porque ignoraba dónde había una biblioteca cerca de casa. O porque simplemente nunca se me ocurrió que todo aquello existiera. Parece obvio, pero en el camino de la formación lectora la obviedad es más frecuente de lo pensado.

 

Pese a, como ya lo mencioné, no ser la lectura una práctica regular en casa, siempre hubo la disposición y, supongo, el esfuerzo por adquirir los libros que me pedían en la escuela. El primer libro que recuerdo me compraron fue Equipaje, un poemario de Alberto Cortés. Confieso que me encantó porque sabía la canción de “Mi árbol y yo” y en el volúmen venía como poema. Además del que da título al libro: “Porque sigue vigente, jugueteando en mi alma…” Tenía entonces unos diez años, cursaba el cuarto grado de primaria. Nuevamente aparece la pregunta, ¿por qué no me sedujo la lectura si, a diferencia de los libros anteriores, aquí sí estuvo presente la emoción?

 

Quiero recuperar un fragmento de una famosa carta de Kafka a su amigo Oskar Pollack y de la cual Adaim Chambers desprende toda una reflexión: “A mí me parece que uno sólo debería leer libros que lo muerdan y lo hieran. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de una bofetada, ¿qué caso tiene leer?” Con esto quiero decir que Cien años de soledad fue la bofetada. Una extraña bofetada que en la misma violencia me acariciaba con las palabras, que en la misma claridad de imaginación me impedía comprender la trama y sólo hilaba -mal, por cierto- las anécdotas que se entretejían. Aquellas primeras palabras me llenaban de una inexplicable felicidad, el pulso se me aceleraba, los bellos del brazo se erizaban, había un sutil sudoración… y todo sucedía un ambiente de diversión e incredulidad ante la ingenuidad de Aureliano Buendía y la honestidad de Melquiades. El golpe fue, repito, contundente. Toda esa carga emocional se manifestaba físicamente. Nunca había sentido tal cosa.

 

Muchos años después, frente a Como una novela de Daniel Pennac, llegué a las palabras cautivadoras de García Márquez. La magia se repitió. Antes de concluir el párrafo ya sabía de cuál libro había sido obtenida la cita. La experiencia de aquellos diecisiete años se repetía. Pero también descubrí algo con asombro: me sabía de memoria aquellas primeras líneas, siendo que las había leído una sola vez. Las podía decir sin ningún esfuerzo nemotécnico, pero conteniendo la emoción que estaba a punto de derramarse en llanto. Aún me sucede, aún me sacude. Por eso corto anticipadamente la cita.

 

No obstante haber contado infinidad de ocasiones este episodio, nunca nadie me ha compartido algo similar. No siempre es fácil hablar de nuestras lecturas, las que realizamos, las que construimos, las que significamos ante los otros. De alguna manera implica desnudarse. Por ello, al leer “Los campesinos” de Chejov, unas líneas me reflejaron en Olga:

 

Olga hablaba con lentitud, arrastrando las palabras, y andaba con el paso vivo de las devotas. Leía todos los días el Evangelio en alta voz y, aunque casi no las comprendía, las palabras santas la conmovían hasta hacerla llorar. Había vocablos, como por ejemplo, Virgen Santísima, que pronunciaba con el corazón dulcemente oprimido. Creía en Dios, en su Santa Madre, en todos los santos; creía que no se debía ofender a nadie en el mundo, ni a las gentes sencillas, ni a los alemanes, ni a los bohemios, ni a los judíos, y que era pecado incluso maltratar a las bestias; creia que así estaba escrito en los libros sagrados, y por eso, cuando pronunciaba las palabras de las Escrituras, aunque casi no las comprendía, se pintaba en su rostro una dulce emoción.

 


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