jueves, 22 de septiembre de 2011

Las manipuladas comparaciones

Eduardo Campech Miranda

Para Alfredo Valadez, con mi reconocimiento.

Desde hace algunos meses vengo escuchando propuestas para legislar la lectura, desde hacerla obligatoria hasta leyes estatales, a imagen y semejanza de la federal. Y entre las argumentaciones llama mi atención un dato que manejan contundentemente: el porcentaje de población lectora de naciones como Japón, principalmente, y algunos países nórdicos.

A mi juicio es una analogía tramposa y amañada (a pesar de respaldar una iniciativa a favor de la lectura). Y lo es, sencillamente, porque el indicador de lectura se presenta como un dato aislado, sin relación alguna con las condiciones socioeconómicas, políticas, culturales, educativas, y hasta de seguridad pública de los países citados. Como si la formación de lectores dependiera sólo de una ley, de un buen propósito de políticas públicas; dejando de lado otros aspectos igualmente trascendentes.

También la considero así porque casualmente esos personajes que hablan a favor de la lectura (como dice Juan Domingo Argüelles: “queriendo que leamos como finlandeses, pero viviendo y comiendo como mexicanos), no apelan a la comparación de prácticas primermundistas, como la renuncia por ineptitud, la cárcel por corrupción, entre otras situaciones.

El lamentable suceso del casino regiomontano es sólo el botón de muestra (también está la Guardería ABC, y muchos casos más). Los responsables administrativa, gubernamental o institucionalmente se aferran al cargo que ostentan de forma desesperada y cínica. Y ahí no valen las comparaciones con otros lares, ahí impera la política a la mexicana.

No estoy en contra de propuestas a favor de la lectura. Siempre (o casi siempre) serán bienvenidas las propuestas que mejoren la calidad de vida de la ciudadanía (y lamento decir que la lectura por sí misma y como práctica aislada quizá no pueda hacerlo), que abran espacios de desarrollo personal, social y humano. Lo que molesta, lo que irrita, lo que ofende, como promotor de lectura, como bibliotecario público y, primordialmente, como ciudadano mexicano es que se enarbole la bandera de la lectura con fines que poco tienen que ver con ella.

Si en su carácter de legisladores, de servidores públicos piensan que con argumentos y propuestas, como las mencionadas, han cumplido con el país y con su responsabilidad cívica y social, deben reconsiderar su postura y sentir vergüenza a flor de piel por ocupar cargos que están muy lejos de sus posibilidades y límites personales, profesionales, éticos (cuando sea el caso). De respaldar a individuos cuya filosofía se resume en la frase “Vivir fuera del presupuesto, es vivir en el error”.

La ausencia de compromiso queda latente en un anteproyecto de ley estatal de alguna entidad federativa mexicana. Dicho documento plantea unas especies de brigadas de promotores de lectura. ¿Quiénes las conformarían? Palabras más, palabras menos, la respuesta es: quien quiera hacerlo, pero principalmente, estudiantes, amas de casa, desempleados. Además de promotores de lectura, bibliotecarios públicos, mediadores de Salas de Lectura. Lamentablemente, en ninguna línea hace alusión a la profesionalización del promotor de lectura (o mediador, como se quiera llamar). Eso no importa, lo primordial es que quieran hacerlo. Lo demás, es lo de menos…

Publicado en La Gualdra, suplemento de La Jornada Zacatecas, lunes 19 de septiembre de 2011.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Ver a Ninel en el post ajeno


Eduardo Campech Miranda

En los últimos días las redes sociales, en particular twitter y facebook, se han visto invadidas por un nombre: Ninel Conde. Los constantes tropiezos de la figura televisiva han sido motivo de múltiples publicaciones (post) de un negro y mordaz sentido del humor. No me asombra la capacidad del pueblo mexicano para hacer de un acontecimiento todo un jolgorio. En cambio, sí percibo con curiosidad, que muchas de esas personas que mueren de hilaridad ante el nuevo chiste de Ninel, tengan graves deficiencias de escritura, en particular de ortografía.

De antemano tienen conciencia de sus fallas (en eso estarían aventajando a la Conde), pues las justifican con frases como “¿me entendiste, no?”, “no pongo acentos porque me da flojera”, “yo escribo como se me da la gana”. Además de argumentos “tan sólidos”, los aludidos tienen a su favor el anonimato o el no ser figuras públicas. Aunado al orgullo de ser universitarios.

La mayoría de nosotros, si no es que todos, alguna vez hemos cometido errores al hablar o escribir (en la colaboración de la semana pasada, “Palabras”, daba cuenta de una de mis múltiples metidas de pata). Y también la mayoría de las veces autocorregimos. Cuando no lo llegamos a hacer, no falta algún samaritano que nos indique la falla. Lo cual, dependiendo del nivel de madurez y de la intencionalidad de la corrección, desata o no nuestra furia.

Otro aspecto de las publicaciones en redes sociales es esa manía de cambiar, con alevosía pero sin tener idea de sus implicaciones, las palabras. Ejemplos de aplicar estas dos habilidades son las siguientes publicaciones en Facebook:

NO SOII UN PADRE PERO TE DARE UN CERMON... HAII MUCHOS GRAFFITEROS PERO SON FAROLES.. LOS GRAFF DE ESTOS DIAS IIA NO AVIENTAN BOMBAS NI CORRIDAS SOLO PEGAN SUS PINCHES CALCOMANIAS...”, 

oceea.. oi qee llevee la tareea jeje oceea io la tareea jejej mee levntee tempraano qee seguun praa llegar bn i tdoo iiegaa unoo bnn felizz i nu nu ai clases aii nu :@”.

Hace un par de años, durante una edición del Encuentro sobre Problemas de la Enseñanza del Español en México “Dr. Marina Arjona Iglesias”, defendí una propuesta de revalorar esa escritura que utilizan los jóvenes en redes sociales y celulares, además de utilizar ambos soportes para la promoción de la lectura y la escritura. Soy partidario y defensor de los nuevos códigos de escritura, pero en soportes de comunicación inmediata como el chat, el Messenger o los mensajes de celular. Pero repruebo su uso en soportes con mayor caducidad, lo anterior en virtud de las funciones del lenguaje oral y el lenguaje escrito:

(…) el hablar y el escribir desempeñan funciones diferentes. Parece razonable afirmar que en las sociedades donde se conoce la escritura, el habla se emplea para establecer y mantener las relaciones humanas (uso primariamente interactivo), mientras que el lenguaje escrito está más bien reservado fundamentalmente para la elaboración y transmisión de información (uso primariamente descriptivo), así como para organizar y reorganizar el pensamiento[1]

Por ello creo que más allá de la jocosidad involuntaria que causa, en este caso, la esposa de Juan Zepeda, debemos reflexionar y revisar nuestras publicaciones en las redes sociales, con el ánimo de disminuir el terrorismo visual que impera. Dejar de mirar a Ninel en el post ajeno y atender al Conde que tenemos en la escritura.


[1] Padrón Amaré, Olga: “La diversidad de la palabra, una postura ante el lenguaje”, p. 19.

Publicado en "La gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, nº 13, lunes 29 de agosto de 2011.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Palabras


Eduardo Campech Miranda

La semana pasada comenté que estaba releyendo Cien años de soledad y la potencialización del placer de la primera lectura. Retomaré uno de los múltiples fragmentos que me encantan. En el primer capítulo, en la primera página, dice: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.” No me imagino un mundo así. Quizá desesperante como la constante. “pásame la desa que está en el dese.”

Tenemos necesidad de nombrar y ser nombrados. La palabra nos da identidad. Requerimos de la palabra para crear el mundo y para ser parte de él. Incluso, hay quien sostiene –y concuerdo con esa posición-, que el lenguaje, la manera de utilizar las palabra nos definen, dicen a qué nos dedicamos, cómo asumimos la vida, etc. Esa necesidad de nombrar es tan imperiosa que cuando no encontramos las palabas idóneas o correctas, las inventamos.

Emiliano tenía unos tres años. Cierto día pidió se le comprara un rehilete. Llegando a casa lo colocó en una maceta que estaba a un costado de una ventana. Un par de semanas después el rehilete había pasado a formar parte del inventario del basurero municipal. Emiliano lo echó de menos y preguntó: “¿y mi <<ventoso>>?”. La asociación de la fuerza motriz del artefacto fue el detonante para asignarle nombre al rehilete.

Hace un par de meses, durante las actividades de lectura que realizamos en el Mercado “Alma Obrera”, cruzó el cielo helicóptero. El suceso llamó la atención de los pequeños. Ángeles Valle aprovechó los comentarios para realizar una actividad de escritura. Tenían que crear una historia donde interviniera un helicóptero. Uno de ellos inventó que había sucedido un accidente y el helicóptero llevaba a los heridos rumbo a la “doctoría”. Ángeles lo corrigió, diciéndole que se llamaba enfermería. El pequeño reviró: “No, doctoría, porque no hay enfermeras y sí doctores.”

Julio Cortázar tuvo la sensibilidad y el sentido del humor suficientes para desacralizar a las palabras. Por eso inventó el giglico, prueba de ello son un capitulo de Rayuela y su cuento “La inmiscusión terrupta”. Como adultos pocas veces nos permitimos inventar, e inventar palabras lo percibimos como un error. Alguna vez, contando la leyenda zacatecana “El árbol del amor” a unas amigas, al momento de presentar en la historia al aguador, el sustantivo se me fue de la mente y no encontraba la palabra adecuada. Lo primero, lo más lógico y lo más natural que pude decir fue “el agüero”. Con un signo de interrogación en la cara, una de ellas me preguntó: “¿Un qué?”, -Un agüero, respondí. “¿Y qué es eso?”, volvió a inquirir. “Pues un señor que repartía agua”, dije convencido de mi respuesta. El “¡aguador, güey!” sonó al unísono.

Vulnerable, avergonzado y sacando fuerzas de flaqueza alcancé a argumentar: “Es que además de aguador, era rubio.”

Publicado en "La gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, 15 de agosto de 2011.