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Por: Agustín Scarpelli
Fuente: ESPECIAL PARA CLARIN
Fuente: ESPECIAL PARA CLARIN
Como esos personajes literarios que pueden tomar cualquier rincón del mundo como escenario, el escritor, ensayista y editor Alberto Manguel alterna ciudad de residencia, idioma y hasta ciudadanía. Apenas tenía un mes de vida cuando partió de Buenos Aires con su padre, embajador, hacia Israel. Allí, una nodriza le enseñó a leer el alemán y el inglés, que es su lengua "materna". De nuevo en Buenos Aires estudió en el Colegio Nacional y, en los recesos, trabajaba en la librería Pygmalion donde, en 1964, un hombre casi ciego de apellido Borges le pidió si podía ir a su casa a leerle algunos pasajes. Lo hizo durante cuatro años hasta que se fue a Europa.
Manguel tenía como anhelo el anónimo oficio de bibliotecario, pero su destino lo condujo hacia el de editor -que ejerció en París, Londres, Milán y Tahití— y, más tarde, el de escritor. Uno exquisito, recursivo, viciado por la lectura. Su más reciente libro, que será editado en castellano por Emecé, se titula La ciudad de las palabras y trata sobre las identidades que crea la literatura, -y también sobre las identidades falsas, aclara Manguel, y ejemplifica-: "Como cuando Hitler convence a Alemania de que su identidad es wagneriana, o cuando Perón inventa para la Argentina una identidad demagógica de pueblo elegido. Son identidades falsas que necesitan un sustento literario".
-¿Hay momentos históricos que permiten la circulación de determinados libros y no de otros?-Es una relación mutua. Por ejemplo, la literatura libertina-erótica del siglo XVIII contribuye a crear un tipo de visión que luego acapara Napoleón. Pero hay una literatura que da el vocabulario para esas ideas. En mi libro cuento que casi un siglo antes de que Cervantes escribiera el Quijote, se había expulsado a los judíos y a los árabes. Entre la primera y la segunda parte del Quijote se produce la segunda expulsión, la de los judíos conversos (moriscos y marranos). España trata de definirse como una sociedad pura, ni árabe ni judía, pero es una identidad falsa. Entonces Cervantes decide que ese libro emblemático va a ser escrito no por un español sino por un árabe: dice que el autor es Cide Hamete Benengeli y que él es sólo el padrino. Y de esta manera restituye a través de la literatura una identidad árabe.
-Algo similar parece suceder en los países de habla inglesa. ¿Existe, quizás, un bloqueo de todas aquellas narrativas que no sean las propias y que se refleja en las escasas traducciones que se realizan a esa lengua?
-Es un problema distinto. El imperialismo crea una identidad absoluta en la cual no hay necesidad del otro porque el otro es inferior. Entonces la cultura de lengua inglesa hoy es totalmente cerrada e ignorante de lo que ocurre en el mundo. George Steiner la define como sorda y ciega. Además es una cultura copada por el modelo industrial. Lo que llamábamos literatura es ahora una industria como cualquier otra que, en lugar de salchichas, produce libros que se venden en los supermercados. Las consecuencias son drásticas, porque ahora la literatura inglesa más interesante es publicada por editoriales pequeñas o universitarias. El ejemplo más notable es la reciente Premio Nobel Doris Lessing, a quien hace dos años su editor inglés la llamó para decirle que escribía demasiado, que no la podía publicar. Entonces ella me escribió desesperada: "¿Ahora qué hago? Me gusta tanto contar cuentos..."
-¿Cómo se traduce esta decadencia literaria a otros niveles de lo social?
-Son todavía las sociedades más poderosas, pero no se fijan en las consecuencias. Un biólogo canadiense, David Suzuki, dice que hay sólo dos entidades en el universo que creen en el crecimiento infinito: las multinacionales y las células cancerosas. Y en los dos casos ese crecimiento lleva al aniquilamiento del soporte de esa entidad, ya sea una sociedad o un cuerpo humano.
-¿Hay libros que son para determinados momentos de la vida o, si un libro no nos gusta, no hay que volver?
-Creo que no tenemos que leer por obligación aunque nos digan que tal libro es importante. No estamos hechos para todas las personas del mundo, ni para todos los libros. Sí estoy convencido de que hay por lo menos un libro, un párrafo o una frase que nos espera, de que alguien en un lugar escribió algo exclusivamente para nosotros, que revela nuestros sentimientos más íntimos, nuestros temores más secretos, nuestras experiencias más profundas. Si tenemos la paciencia de ir a buscarlo, algún día lo encontraremos. Pero pienso también que hay libros que no merecemos o no nos merecen.
-¿La práctica de la lectura tiene que ver con un proceso o, más bien, con el hallazgo de alguna frase iluminadora?
-Chesterton dice que un libro se escribe para justificar dos o tres palabras. Hay algo de esa búsqueda en la lectura, pero es también un ejercicio, una práctica, y mientras más leemos más dificultades encontramos para que el placer sea más intenso.
-La tarea del editor implica la evaluación de un libro sin que nada haya sido dicho ni comentado antes. Su clave de interpretación debe ser inventada, es necesario captar el ritmo, la respiración. ¿Ha tenido alguna vez el temor de estar desechando una obra importante para la literatura?
-Siempre. Algo que tengo claro es que la literatura no responde a ninguna fórmula. Hay buena y mala literatura, pero nadie sabe cómo esos adjetivos pueden definirse. Somerset Maugham decía: "Hay tres reglas para escribiruna novela. Lamentablemente, nadie sabe cuáles son".
Una vida dedicada a la construcción de su biblioteca. En su último libro en español, La biblioteca de noche, a
Manguel le interesó pensar cómo de noche desaparece ese orden tan evidente que tiene una biblioteca: "De noche -dice- estoy en otro espacio, más ambiguo, menos riguroso, donde puedo dejarme influir por los libros
individualmente, haciendo asociaciones libres; esta idea, un poco fantasiosa, me permitía justificar esta forma de pensar y escribir totalmente caótica, yéndome por las ramas todo el tiempo". En este libro Manguel hizo
un recorrido por un sinnúmero de bibliotecas, desde las legendarias hasta las modernas, pero se detuvo particularmente en una: la de Aby Warburg, que fue trasladada a Londres en 1933 con la llegada del nazismo y cobijó intelectuales como Ernst Gombrich y Frances Yates. Agamben refiere que Warburg tenía trece años cuando le ofreció la abultada herencia que recibiría a su hermano a cambio de que le comprara todos los libros que él pidiera.El plan prosperó hasta hacerse real y Warburg iba ordenando sus libros no según criterios alfabéticos sino según sus intereses y su sistema de pensamiento, hasta el punto de cambiar el orden en cada
variación de sus métodos de investigación. Lo guiaba la "ley del buen vecino", según la cual la solución al problema no está contenida en el libro que se busca sino en el de al lado. "El orden de esa biblioteca es el orden de la libertad más absoluta del pensamiento, es la libertad de asociación. Si yo quiero poner los poemas de Lorca junto con un libro de Alberti y otro de pinturas del Renacimiento, porque algo los junta para mí, lo puedo hacer. Es una especie de archivo sentimental".
Tanto Manguel como Warburg han dedicado su vida entera a la
construcción
de la biblioteca. "La que tengo ahora -cuenta Manguel-
es un conjunto de
bibliotecas. Tenía una cuando era chico, otra en
Argentina, pero como
siempre viví en lugares pequeños la iba guardando en
cajas. Cuando me mudé
a Francia lo hice con el propósito de encontrar un lugar
suficientemente
grande como para poner la biblioteca. Pero la ley de toda
biblioteca es
que sea siempre demasiado chica".
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