sábado, 28 de enero de 2023

Autobiografía lectora, biobibliografía, biblioteca exterior o textoteca para incitar a la lectura

 
¿Se puede incitar a otros, a otras hacia la lectura sin referir nuestra propia experiencia? Me parece, de entrada, complicado. Sencillamente porque nuestras lecturas entrarán en juego. Es decir, los textos leídos vendrán a nuestra mente en función de lo que significan, y significaron para nosotros. No obstante, no se trata de recuperar un listado de títulos, autores, autoras, argumentos. La recapitulación lleva implícita momentos, estados de ánimo, personas, espacios, tiempos. Intentaré responder desde la práctica y la reflexión.

Cuando era un niño de ocho, nueve años, mis padres me daban a consumir perlas de hígado de tiburón. Si usted no las ha probado, no lo haga. Saben horrible. Y más si, como fue mi caso, ignorante de las consecuencias, guardé en mi mano, en un caluroso y soleado día, la famosa perla más de diez minutos. Desde luego, cuando la llevé a mi boca, el aceite se expandió en mi lengua. Mis padres me las suministraban “por mi bien”, para que creciera con un sistema inmunológico fuerte (aclaro que eso entiendo cuando argumentaban que debía tomarlas “para no enfermarme y estar sano”). De tal manera que el enfermo hipotético, o potencial, era yo.

El truco para consumir tan desagradable complemento era tragar sin paladear. Un acto sencillo si la perla se insertaba en una gelatina de bolsita o en medio de un plátano. En este último caso era necesario un cálculo exacto para no romperla al momento de morder la fruta.

Este episodio de vida lo recuerdo con cierta regularidad cuando bibliotecarias, mediadores, padres de familia, profesores, promotores de lectura se acercan y, de una manera limpia, preguntan: ¿Me puede decir unas estrategias para que mis alumnos (jóvenes, hijos, etc.) lean? Los enfermos, los que necesitan la lectura son “ellos”. En otras palabras y parafraseando: “¿Me puede enseñar alguna actividad para que mis chicos (sólo ellos) lean?”. O, “para que otros lean y yo cruce el pantano sin mancharme.” Los enfermos, los que necesitan la lectura, son ellos.

Hay dos aspectos, al menos, a subrayar en este escenario: primero, descubrimos que es probable que estas prácticas lectoras son muy similares a tragar la perla de hígado de tiburón: hay una prisa por concluir la actividad de lectura, no se propicia el paladear, ni tampoco hay disposición a consumir eso que ofrecemos a otros. En segundo lugar, leer tiene tantas virtudes y tantos beneficios que quienes hacen la consulta no se vislumbran en el proceso, no tienen interés en adquirir ese placer que tanto profesan. 

El trayecto descrito en el párrafo  anterior lleva, regularmente, a resultados opuestos a lo planteado: el alejamiento de la lectura. No hay diálogos, sólo interrogatorios. La lectura sigue arropada por prácticas sociales arraigadas en el sistema educativo, en el hogar, y en muchos espacios de lectura: las preguntas cerradas y literales como estetoscopio y barómetro que arrojen un diagnóstico. Dialogar implicaría, casi necesariamente, que las personas involucradas en esa comunicación no sólo tienen referencias del texto en común, sino que han experimentado su lectura.

La lectura, por sí misma, es un diálogo entre un interlocutor presente en el acto y uno que trascendió tiempo y espacio. Entre otros motivos, el hecho de no entender un texto implica que no contamos con los mismos conocimientos que el autor, que desconocemos los términos, que no llegamos al texto con los referentes necesarios, por ello salimos ilesos de algunas lecturas. Esto lo sabe el lector, ese que lee regularmente, el que no se queda con la duda, el que concibe al texto como un reto, y al resolverlo encuentra el placer, el que piensa en su propio proceso.

Por lo anterior, la educación hacia la lectura trasciende la alfabetización. Leer es más que oralizar el código escrito. ¿No me cree? Tome un texto en danés, en noruego o en un idioma que sea muy lejano de nuestra cultura. Léalo bajo la premisa de que las palabras extranjeras que no conocemos su pronunciación, ésta se realice “como está escrita”. ¿Entendió algo?

Leer sin los elementos, o bajo las circunstancias planteadas dos párrafos arriba, es una analogía del ejercicio anterior. Aún se trate de un texto en nuestro idioma materno. Es así como las dos situaciones que plantearé a continuación (ambas reales) son un atentado contra la lectura, la formación de lectores y el placer de leer. Son actos terroristas.

En una escuela primaria en Guadalupe, Zacatecas, una maestra de cuarto grado solicitó lecturas bimestrales. La primera, fue una hermosa novela de Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor. El título era parte de los acervos del Programa Nacional de Lectura, pero destinado para estudiantes de secundaria. Si bien la historia de Sepúlveda es una bella manera de mostrarnos cómo funciona la lectura, también es cierto que un niño promedio de nueve años, ignora muchos términos de la redacción, y muchas de las situaciones ahí narradas, incluyendo las siguientes líneas: “Al dentista le gustaban las  negras, primero porque eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador   noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama.” La segunda lectura, una obra juvenil: La ciudad de las bestias de Isabel Allende.

El otro caso fue la lectura de la primera parte de la versión original de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha a chicos de secundaria. Una de las dificultades para leer los clásicos de la lengua viene dada por la oralidad. Cuando esos jóvenes se despiden para acudir a alguna fiesta, a jugar, a salir con los amigos, con la novia, el novio, a ninguno de ellos les preguntan: “¿a dónde os dirigís?”. Como tampoco encontrarán en el texto a don Quijote proponiendo a Sancho ser gobernador de una isla en los siguientes términos: “Te conviene gûey”.

En ambos casos la indicación fue imperativa: “léanlo” pero sin un contexto o informaciones previas que propicien un acercamiento más significativo al texto. De esta manera, obras tan bellas como la de Sepúlveda, agregan animadversiones gratuitas, por el hecho de no dar al incipiente lector las herramientas para sumergirse en el texto. Pero más aún, evidencia que la maestra y el maestro no habían leído las obras. De ser así, hubieran identificado esos breves episodios eróticos o hubiesen apelado a la dificultad, o facilidad, que enfrentaron cuando leyeron la obra cervantina.

Durante la impartición de un diplomado, al término de la sesión correspondiente al tema de comprensión lectora, un maestro se acercó a mí, solicitaba un momento para exponerme una experiencia: “Fíjese que tengo x años dando clases de telesecundaria. Cada año les dejo a mis alumnos leer El periquillo sarniento. Siempre hay un reprobadero en la evaluación porque no lo leyeron. Este año,. en vacaciones, decidí leerlo, y oiga, qué difícil, con razón no lo quieren”. Pregunté que si no lo había leído, cuál era la razón por la que se los dejaba a sus alumnos. La respuesta fue sencilla y contundente: porque así lo indicaba el programa.

Otra maestra de español dejaba como lecturas obligatorias textos de superación personal. Ante la pregunta que cuál era el criterio para seleccionarlas, porque éstas no formaban parte del plan de estudios, dijo que eran las lecturas que dejaban en una prestigiosa institución de educación media y superior, en la cual estudiaban sus hijos.

Si la lectura es una actividad más dentro las muchas que se realizan en las aulas, como el pasar lista, tomar distancia, etc., se le despoja de todo sentido. El currículum oculto expone al alumnado que leer es una perdida de tiempo, una actividad aburrida e innecesaria para la vida. La forma en que buscamos el acercamiento a la palabra escrita es la radiografía de nuestra propia relación con la escritura y la lectura.

En el trayecto de los ocho módulos del Diplomado de Profesionalización de Mediadores de Salas de Lectura, se sugería recuperar la historia lectora de las y los diplomantes confeccionando portadas de los que libros que habían leído, o recordaban haber leído. Al exponerse, las coincidencias, recomendaciones, divergencias, no se hacían esperar. Emulando dicha actividad, e impulsado por llevar un registro cronológico de mis propias lecturas, decidí compartirlo en mi Facebook, en álbumes fotográficos.

No se trató solamente de elaborar la biobibliografía o hacer un inventario de lecturas. A medida que recorría mis libros, los hojeaba, exploraba sus páginas en busca de anotaciones, de algún papel o boleto perdido. Aproximadamente desde 1992 en casi todos mis libros anoto las fechas de adquisición, de inicio y fin de lectura. Esto sirvió como faro en el mar de los recuerdos.

Volviendo a los alcances de este ejercicio, decía que no es la conformación de un listado de lecturas. Los momentos, los espacios, las personas, las emociones, los anhelos seguían a un título, una portada, un subrayado, una nota al margen, una dedicatoria, como eslabones de una cadena. La sombra del contexto sigue a la lectura. No es extraño, Michèle Petit ya ha señalado este efecto: “La lectura no es una actividad aislada: encuentra -o deja de encontrar- su lugar en un conjunto de actividades dotadas de sentido.”

Pienso, por ejemplo, en El rock de la cárcel, de José Agustín. Lo adquirí en un expendio de publicaciones periódicas, en el centro de Zacatecas, ubicado en la planta baja de la Plaza Juárez. Me decidí por él, primero por el título. Lo ubicaba como el nombre de una canción. La portada me pareció atractiva. El tamaño y grosor eran cordiales, el precio accesible. Entonces vivía en una casa de huéspedes al norte de la ciudad. Recupero el argumento del libro y con él los momentos febriles propiciados por su lectura. No encuentro relación, ahora, entre lo uno y lo otro. Sin embargo, queda para mi reflexión, ¿qué imaginaba, qué construía en mi mente?

Mientras escribo estas líneas me golpea otra duda: ¿realmente fue El rock de la cárcel o fue ¡Ahí viene la plaga!? Quiero decir que con la misma certeza y nitidez con las cuales tengo presentes los larguísimos sábados, la fruición futbolera del domingo, las cenas de tacos envenenados, la novia tierna y la feroz suegra, hay datos que no logro atrapar en su totalidad, y sin embargo, los ubico temporalmente a partir del libro en cuestión.

De la misma manera que he hecho con el texto de Agustín podría hacerlo con muchos otros. No con todos. Hay aquellos que sé que leí por la anotación ya mencionada, pero poco o nada recuerdo de ellos, ni siquiera una experiencia desagradable o frustrante. Pero sí puedo relacionarlos con algún momento de mi vida.


Esas otras lecturas, las olvidadas, están ahí, agazapadas para explotar con un aroma, una palabra, un paisaje. Durante mucho tiempo he sostenido que el primer libro que leí completo y por propia voluntad fue
Cien años de soledad. Esto fue verdad hasta que en Twitter fue tendencia “Nazar Haro”. De inmediato, como un relámpago, recordé el libro Lo negro del Negro. Me remontó hacia los diez años de edad. Leía aquel texto en el que aparecían los mismos nombres que se mencionaban en el periódico, en los noticieros radiofónicos, en alguna historieta mexicana de la época. No lo leí a escondidas, contrario a A calzón quitado de Irma Serrano. Este último creo no lo concluí y con mucha dificultad rememoro breves instantes de clandestinidad lectora.

También sirven para este propósito las lecturas que no hemos realizado (nos obsequiaron o adquirimos algún ejemplar que aún no leemos), las recomendadas, las impuestas. Todas ellas aún no realizadas. Aún ellas se inscriben en momentos y circunstancias.

Recupero estas memorias porque al hablar de una biobibliografía o una historia lectora no es, como ya expresé, un inventario de títulos. Dejarlo en ese nivel es concebir a la lectura como una ínsula abstracta, despojada de circunstancias y seguir poniendo en el centro al libro, invisibilizando a quien lee.