lunes, 17 de octubre de 2011

Propuesta para nueva campaña de promoción de la lectura



Eduardo Campech Miranda

Durante los últimos meses hemos sido testigos de una campaña de invitación a la lectura, llevada a cabo por el Consejo Coordinador Empresarial, y en la cual aparecen figuras públicas, del deporte y el espectáculo, hablando de las virtudes de la lectura. Como he mencionado en una colaboración anterior, el mensaje es muy general, de tal manera que una propuesta más personalizada quizá pudiera funcionar mejor (porque se promueve un libro en específico). He aquí la mía:

El ex presidente Vicente Fox podría recomendar El lector de Bernhard Schlink; el actual mandatario de la nación nos podría hablar de tres títulos: País de mentiras de Sara Sefcovich, Vivir y beber de Hugo Hiriart y Los mil y un velorios de Carlos Monsiváis; la sempiterna lideresa del SNTE, La peor señora del mundo de Francisco Hinojosa; Andrés Manuel López Obrador, Vida de un agitador de César Godoy; el todopoderoso asesor José Córdoba Montoya, El extranjero de Albert Camus; el gobernado veracruzano Javier Duarte, Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam; Enrique Peña Nieto dariá doblete y recomendaría Los disfraces del diablo de Félix Báez-Jorge y Que se mueran los feos de Boris Vian; el ex secretario de Hacienda, Ernesto Cordero, Un mundo feliz de Aldous Huxley; el llamado “Jefe Diego” Fernández de Cevallos, Vivir para contarla de Gabriel García Márquez.

Pero, para hacer recomendaciones más personalizadas aún, daremos una vuelta por los prospectos estatales: el contralor Guillermo Huiizar anunciaría no un libro, sino un cuento de García Márquez: “En este pueblo no hay ladrones”, el director del Instituto Zacatecano de Cultura, Gustavo Salinas, El hombre ilustrado de Ray Bradbury; Arturo Nahle, Crónicas marcianas de Ray Bradbury; el ejecutivo estatal, Miguel Alonso, dos títulos: El tragasueños de Michael Ende y La Divina Comedia de Dante Alighieri; por vox populi el secretario de gobierno Esaú Hernández, De ausencia de María Luisa Mendoza; Jesús Pinto, desde la Secretaría de Seguridad Pública, comentaría Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe; Víctor Infante, después de acudir a un famoso noticiero radiofónico matutino, Confesiones de Paul Berlain; Claudia Corichi, El pozo de los ratones de Pascuala Corona; la ex titular de la Secretaría de Educación y Cultura, Lucero Medina, La excluida de Luigi Pirandello; el ex vocero oficial Mario Caballero, Pinocho de Carlo Collodi, y finalmente, la ex gobernadora y ciudadana a pie, Amalia García, también se haría presente en dos ocasiones, una con La muchacha que tenía la culpa de todo de Gustavo Sáinz y después con No me agarran viva de Claribel Alegría.

Ahora bien si lo que se quiere es ampliar la oferta y pensar en lectores colectivos, también hay sugerencias. Los priístas recomendarían La historia interminable de Michael Ende; los perredistas Puros cuentos de Juan Manuel Aurrecoechea; los panistas El libro de los desastres de Fernando Benítez; los petistas El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Federico Engels; los verdecologístas Una sarta de mentiras de Geraldine McCaughrean; los del panal, Un pacto con el diablo de Thierry Lenain y los convergentes, Guía de los perplejos de Maimónides y todos los aspirantes (y suspirantes) al 2012: ¡Ahí viene la plaga! de José Agustín.

Por último, para aquellos que están hartos de que los personajes aludidos aparezcan todos los días en su vida y busquen otros espacios de esparcimiento, también hay una lista: aprovechando la alta popularidad de sus tweets, Ninel Conde aparecería con El idiota de Fedor Dostoievski; a aquellos adolescentes que gustan de hacerse justicia a sí mismos, La mano derecha de Pablo Soler Frost; para los cosmopolitas, Silvio Berlusconi y Memoria de mis putas tristes de Gabriel García Márquez; y la más lamentable, la infancia mexicana: Hijos de la violencia de Doris Leesing.

Publicado en "La Gualdra", suplemento de La Jornada Zacatecas, octubre 17 de 2011.

lunes, 10 de octubre de 2011

Dejad que los libros se acerquen a mí.



Eduardo Campech Miranda

Cien años de soledad es sin duda mi libro paradigmático. Como la inmensa mayoría de los adolescentes el acto lector (autónomo, placentero, independiente) era algo que no estaba en mi presupuesto de vida. Sería la extraña combinación de circunstancias la que me llevaría a su contacto: la extinta estación de radio, en amplitud módulada, de la Ciudad de México, "Espacio 59"; las horas que pasaba acomodando (y desacomodando) la biblioteca familiar en casa de mi abuela paterna y la suerte de que en tal acervo existiera un ejemplar de la novela en cuestión.

En la radiodifusora mencionada a menudo hablaban de libros. Mi condición ajena al mundo de las letras, los libros y la literatura, propiciaban que confundiera El laberinto de la soledad con Cien años de soledad. Hasta ese entonces, en mis pletóricos 17 años, sólo había leído completo el libro Canasta de cuentos mexicanos de B. Traven. Además de identificar, y saber de memoria, algunos versos de Neruda, principalmente de los poemas XV y XX. No se piense con ello que la poesía era mi fuerte. No. Porque así como confundía los títulos de las obras de Paz y García Márquez, de pronto me encontraba cantando "Nocturno a Rosario" a ritmo de "Ella", que recitando la canción de José Alfredo Jiménez como si fuera obra de Acuña, y sospecho que más de una vez intercambié versos.

Durante las visitas a casa de mi abuela aprovechaba y pasaba horas en uno de mis espacios predilectos: la sala, puesto que allí se encontraban dos libreros abarrotados de libros y discos de acetato. Del material bibliográfico sólo me interesaban los Atlas, sabía de memoria las banderas del mundo y la gran mayoría de las capitales. En los discos supe de la existencia de Óscar Chávez, con él aprendí lo que es una parodia; tarareaba, como hoy, las canciones de The Beatles; me autoflagelaba (no concibo que sea distinto) con Manuel Bernal y su interpretación del "Credo" o con una pieza larguísima de The Ono Plastic Band (que contaba entre sus integrantes a John Lennon y Yoko Ono) la cual tenía una duración de cuarenta y cinco minutos de gritos.

Sería una de esas ocasiones de acomodo y desacomodo (ahora sé que se llama exploración libre del acervo), cuando dí con Cien años de soledad. El encuentro fue una explosión en mi interior. Era maravilloso imaginarme  a un gitano y a Aureliano Buendía con la lupa, el imán, el hielo. Ese primer capítulo me atraparía no sólo en el libro, no sólo en su historia, sino en la lectura en general. Realmente entendí muy poco, pero lo que sucedía en mi  interior, era motivo suficiente para seguir leyendo. Dios daba prueba de su existencia porque nadie me iba a preguntar de la lectura. Si en eso consitía el leer, entonces podría decir sin empacho: "Dejad que los libros se acerquen a mi".
 
Han pasado más de veinte años de aquel encuentro. He vuelto a tomar el mismo título en mis manos. Y han saltado sobre mi, salvajes, seductoras, explosivas, las palabras y frases que había pasado por alto en la primera lectura. Los encuentros amorosos entre José Arcadio y Rebeca; entre José Arcadio y Pilar Ternera; la hsitoria de amor de Mauricio Babilonia y Meme, enriquecen ese recuerdo del primer capítulo. Sin lugar a dudas, mucho contribuyeron las letras de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha, Claudio Guillén, Pedro Luis Barcia, Juan Gustavo Cobo Borda, Gonzalo Celorio y Sergio Ramírez. Sin dejar fuera, desde luego, al propio autor y su obra Vivir para contarla, para darle una nueva dimensión a aquella primer lectura.

GARCÍA Márquez, Gabriel: Cien años de soledad, España, Diana, 2007, 666 p.

Publicado en "La Guadra", suplemento de La Jornada Zacatecas, octubre 3 de 2011.

domingo, 2 de octubre de 2011

Cuando regalar libros se vuelve peligroso


Enrique Vila-Matas


En mi caso, lo más peligroso de regalar siempre han sido los libros, tengo una amplia experiencia en ello. Aunque sepa que puedo comprar dos libros y
se acaba el problema, acabo comprando el libro sólo para mí, pues me parece inmoral comprar dos y regalar uno, porque entiendo que eso no es pensar en el otro, entiendo que eso no es regalar, pues sé que regalar es cesar súbitamente de vivir para nosotros mismos y pensar en la persona a la que vamos a obsequiar, pensar y concentrase mucho en ella y quererla de verdad, quererla muchísimo. Amarla de verdad exige que le regalemos el libro y nosotros tengamos paciencia y nos fastidiemos unas horas o unos días, hasta haberle entregado el regalo. Y entonces, ya con el regalo hecho, comprar tranquilamente nuestro ejemplar, con cara de idiotas, eso sí, con cara de ser los típicos manirrotos, esos que regalan siempre lo que más necesitan.



He pasado por situaciones como ésa en muchas ocasiones y siempre he acabado regalando el libro y esperando unas horas o días para comprármelo yo. Pero, como en todo, hubo un día que fue la excepción a la regla, fue un día en el que entré en una librería y descubrí que mi autor preferido, sin previo aviso, acababa de publicar su nuevo libro. Lo compré para regalarlo, porque había entrado allí con la idea de buscar algo para regalar a una amiga. Salí de la librería. Volví a entrar. Compré un segundo ejemplar, éste para mí. Entonces pensé que era inmoral comprar dos y regalar uno y me dije que debería haber comprado sólo el ejemplar de regalo, tal como estaba acostumbrado a hacerlo cuando se me presentaba ese dilema ético. Después, todo se complicó aún más cuando de pronto pensé en la amiga a la que iba a regalarle el libro y me di cuenta de que, a pesar de ser una de las personas que más quería en el mundo, en el fondo apenas sabía nada de ella –creo que en realidad no sé nada de nadie–, apenas sabía qué necesitaba o le gustaba. En realidad, me dije, es una completa desconocida para mí. Acabé ampliando mi biblioteca con los dos libros idénticos, diciéndome que era muy improbable que a alguien a quien en el fondo no conocía pudiera interesarle, gustarle exactamente el mismo libro que a mí. Al final, le regalé una lámpara, una que estaba de rebajas en la tienda de la esquina. Y ella, como si hubiera intuido lo que había sucedido, por poco me la tira por la cabeza. Es peligroso regalar.


(...) Es complicado regalar un libro porque muchas personas se fijan sólo en el título de la novela que les ofreces y creen que contiene un mensaje velado para ellos, y algunos acaban incluso sintiéndose aludidos. Me ha ocurrido varias veces. El día, por ejemplo, en que regalé En busca del tiempo perdido a un amigo que creyó que trataba de indicarle que había hecho siempre el imbécil, que toda su vida había estado perdiendo el tiempo. El día en que regalé El arte de callar, del abate Dinouart, a alguien tan susceptible que pensó que trataba de indicarle que fuera menos charlatán, que hablara menos, sobre todo en mi presencia. El día en que regalé El laberinto de la soledad y el amigo tímido que lo recibió y que llevaba años sufriendo en silencio su condición de solitario casi rompió a llorar porque había creído leer El laberinto de tu soledad. Me acuerdo del día en que regalé Rumbo a peor de Samuel Beckett a una amiga deprimida. Y también el más que inolvidable día en que por equivocación regalé una novela al autor de la misma, que precisamente acababa de mandármela a mi domicilio y entendió, con razón, que me burlaba de él y de su libro.

Publicado en 
http://archivo.lavoz.com.ar/09/01/31/secciones/cultura/nota.asp?nota_id=485740